S
in ir a tiempos más remotos, la reflexión a propósito de los métodos educativos y de las metas buscadas proponía caminos distintos, para no decir opuestos, entre dos grandes humanistas del Renacimiento francés: François Rabelais y Michel de Montaigne, ambos críticos acerbos del sistema educativo de la Sorbona en esa época. Sin embargo, discrepancias e inquietudes de estos dos pensadores son hoy tan vigentes como lo fueron en los siglos XV y XVI, durante las vidas de éstos.
Príncipes del Renacimiento pensante, Rabelais, médico de formación, y Montaigne, magistrado y diplomático, autopsian y analizan su tiempo sin complacencias auxiliados por una erudición y una curiosidad universales. Admirador, el primero, de Platón, el segundo de Séneca, los dos se inspiran en la antigüedad grecolatina para iluminar lo que consideran la oscuridad medieval.
Porque la guerra de Rabelais como de Montaigne es contra los mismos enemigos: la ignorancia y el adoctrinamiento. Para ilustrar sus ideas sobre la educación, Rabelais se sirve de la farsa y la risa (La risa es lo propio del hombre), en sus parodias de la novela de caballería, pero también novelas filosóficas: Pantagruel y Gargantúa. Gargantúa desea que su hijo Pantagruel llegue a ser un
abismo de ciencia, una
cabeza bien llena, para así poder discutir sobre cualquier tema. Para ello, debe memorizar lenguas y ciencias. Para Montaigne, en cambio,
más vale una cabeza bien hecha que una cabeza llena. Si ni uno ni otro limitan la educación a los métodos mnemotécnicos, Rabelais insiste en el aprendizaje de memoria: si el niño no entiende todo ahora, lo comprenderá más tarde, poseedor de la riqueza adquirida en la infancia.
Aprender de memoria poemas, fórmulas matemáticas, geografía o historia despierta la curiosidad. Una curiosidad tanto más excitante cuanto mayor es la incomprensión, es decir, el enigma que lo incomprendido propone a la reflexión.
Desde mayo de 1968, en Francia, se puso en duda el aprendizaje de memoria, diciéndose que era inútil cansar a los niños obligándolos a ejercicios de memoria inútiles. Se habló de educación libre y se dejó de lado lo esencial, la instrucción: aprender a leer, a escribir y a contar. Se debía, en cambio, formarlos en los moldes de la política conforme, correcta y uniforme. Adoctrinarlos, incluso. Al terminar la primaria, los angelitos no sabían leer ni escribir, pero obedecían al retrato denunciado por Alexis de Tocqueville en su Despotismo democrático:
Veo una muchedumbre de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre ellos mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con que se llenan el alma. Cada uno de ellos, retirado aparte, es como un extranjero al destino de todos los otros: sus hijos y amigos particulares forman para él toda la especie humana; en cuanto al resto de sus conciudadanos, están a su lado, pero no los ve; los toca y no los siente, no existe más que en él mismo y sólo para él, y, si le queda aún una familia, se puede decir, al menos, que ya no tiene una patria.
A cada cambio de gobierno en Francia, se buscan soluciones para mejorar la educación, se da un paso adelante y otro atrás creyendo ser siempre revolucionario cuando se es, a menudo, retrógrado. Se oponen quienes creen que la educación corresponde a los padres y la instrucción a la escuela contra quienes piensan que es en la escuela donde el niño debe ser educado para ser buen ciudadano.
¿Hay alguna cuestión más grave que la de la educación? ¿Qué hacemos de nuestros hijos? Está bien darles nacimiento, no es lo más difícil. Lo arduo comienza inmediatamente después: su educación. El filósofo Jean-Jacques Rousseau escribió todo un libro consagrado a este tema: L’Emile. Pero él abandonó a sus propios hijos confiándolos a la asistencia pública porque no se sintió capaz de educarlos.
Lo más difícil no es ser buen profesor sino ser buen padre o buena madre. Y para esto, por desgracia, no hay escuela.