La culpa la tiene Kafka
Hermann Bellinghausen
El problema de Josef K., protagonista-emblema de El proceso (1917), de Franz Kafka, es que es inocente, pero él cree, o sabe, que no puede serlo. Convencido de su culpabilidad, a falta de una se la inventa. Su comportamiento comienza a delatarlo, y revela potenciales perversiones que sólo lo vuelven más sospechoso. Este aspecto lo subraya magistralmente Orson Wells en su incomparable versión (The Trial, 1963). El personaje de Anthony Perkins está dominado por la concupiscencia. En medio de su desgracia lo acechan mujeres poco confiables que lo provocan y tientan; eso lo halaga, lo espanta y le acarrea aún más problemas. Hasta la sobrina quinceañera, en la versión de Wells, podría hacerlo culpable. Conque Lolita, ¿eh?, parece guiñarnos Orson. Mas qué decir de la tentación ultraterrena que representan Jean Moreau, Rommy Schneider y Elsa Martinelli, irresistibles y desatadas.
Desde el primer momento es acusado, de manera brutal y en su propio dormitorio (¡acostado!), por unos sujetos ominosos que no le comunican los cargos, sólo le notifican de su arresto, y que deberá responder ante la autoridad, ¿pero cuál? A lo largo de la novela, Josef K. amaga con huir. Quizás ni quiere. Ya que no es inocente, huir es imposible. Necesita aclarar su situación.En poco menos de un siglo, El proceso acumuló ya una cantidad estratosférica de estudios e interpretaciones, a veces deslumbrantes. Se han escrito páginas y más páginas sobre la relativamente breve obra de Kafka, casi la sepultan las explicaciones. Resulta fascinante como fenómeno cultural y literario (y no sólo para Occidente: en Japón su influencia es inmensa, de Kobo Abe a Murakami).
Con seriedad y convicción absolutas, legiones de especialistas lo han diseccionado sicoanalítica y teologalmente: los exégetas judíos o cristianos ven ahí un nuevo Talmud, y encuentran las claves y cifras de una esoteria asociada con Yavhé el caprichoso, aunque Kafka no fue todo lo creyente que quisiera Scholem ni todo lo sionista que quisieran los sionistas. Al marxismo siempre le preocupó la cuestión Kafka; Luckács sólo fue el primero en aplicarle la quebradora del materialismo histórico, sin extraerle la nuez. Su huella, que no ha dejado de crecer desde que se divulgaron sus obras mayores después de la Segunda Guerra Mundial, impregna el pensamiento de Camus, quien encuentra en los K. del autor praguense al héroe absurdo por excelencia, al hombre rebelde. Beckett tampoco sería comprensible sin su antecedente. El misterio de la influencia.
Las cábalas de Kafka no tienen fin. En Borges añadieron al laberinto nuevas puertas. Visitado por Blanchot, Deleuze, Guattari, Adorno, con cuánta pasión y arbitrariedad se lee El proceso todavía. Lo ha inundado el lugar común. En su momento, pareció que la lectura definitiva, y en cierto modo la más simple, era la de Canetti, quien leyó El proceso como trasunto literario del enredo sentimental que sostuvo Kafka con Felice Bauer. Canetti trabajó a partir de la copiosa correspondencia a la novia pospuesta (hoy uno de los grandes tesoros de la literatura epistolar universal, junto con las también kafkianas cartas a Milena) y sin duda acertó. Pero no basta.
¿Hasta dónde la filología, la intuición o la biografía pueden eludir los componentes teologales, políticos, paródicos, clínicos, de su ars poetica? Historiadores, juristas, estructuralistas, místicos. Una exégesis reciente la propone Giorgio Agamben en su ensayo
Max Brod reporta en sus memorias que Kafka reía hasta las lágrimas al leer en voz alta la ejecución de K., que en el libro muere
¿Hasta dónde la filología, la intuición o la biografía pueden eludir los componentes teologales, políticos, paródicos, clínicos, de su ars poetica? Historiadores, juristas, estructuralistas, místicos. Una exégesis reciente la propone Giorgio Agamben en su ensayo
K., en Desnudez (Nudità, Nottempo, 2009). Allí comenta El proceso y El castillo (1922) a partir de la letra inicial latina para calumniador (kalumniator) y sus implicaciones en el derecho romano. Para interpretar al agrimensor K. en El castillo recurre al derecho agrario romano. Transita en dos carriles sobre las implicaciones de El proceso y todo lo que acusa al protagonista: el filológico en el pensamiento jurídico clásico, y el talmúdico (inevitable, como todo lo religioso, en Agamben). Centra su hallazgo en el hecho de que K.
se calumnia, se acusa de faltas que no cometió. Si al acusarse miente, eso ya constituye delito.
La autocalumnia sigue siendo el pecado original, la más vil acusación que la humanidad se dirige a sí misma, escribe Agamben, ya que
todo individuo inicia un proceso calumnioso contra sí mismo. Josef K. monta su propio tribunal, lo puebla de demonios, laberintos, torturas, e inexorablemente se condena.
No resulta trágico, sino cómico: no hay culpa; o mejor, su culpa es autocalumniarse, acusarse de crímenes inexistentes. En la inocencia misma está
el gesto cómico por excelencia.
Max Brod reporta en sus memorias que Kafka reía hasta las lágrimas al leer en voz alta la ejecución de K., que en el libro muere
como un perro. En la película de Wells los verdugos lo arrojan a un agujero y lo dinamitan; su escena final es una terrible danza de fuego y humo. Que se sepa, después de Kafka nadie ha vuelto a reírse del final de El proceso.
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