A finales de
noviembre de 1934 el famoso gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal, llegó
a la Ciudad de México, invitado por el recién electo presidente de México,
Lázaro Cárdenas, para hacerse cargo de la Secretaría de Agricultura, puntal de
la Reforma Agraria y factor importante dentro del novedoso “Plan Sexenal”.
El sedicente socialista llegó a bordo de su Guacamayo (un avión pintado de rojo y negro) con sus colaboradores más cercanos –algunos más obsesionados que otros en su combate contra Dios–, y al otro día arribó la vanguardia de los Camisas Rojas: un centenar de jóvenes fanáticos organizados y uniformados al estilo de las milicias. Garrido Canabal era bien conocido en el país por su particular “estilo de gobernar” –como se le decía a los poderes metaconstitucionales de los Ejecutivos– que había comenzado a implantar desde 1919. Amparado en su propia idea de “bienestar social”, el gobernador había emitido una serie de decretos a lo largo de los años para controlar las costumbres privadas de los ciudadanos y alejarlos de los vicios y engaños del capitalismo. Una cruzada moralista que conjugaba un discurso místico de paternalismo estatalista, apoyado en organizaciones sociales controladas con mano de hierro, y al que se añadían adjetivos “revolucionarios”. Pero si en “el Edén” se habían clausurado templos, “fusilado” imágenes y prohibido todo signo religioso era porque antes ya habían planchado toda disidencia civil con la afirmación del culto a la personalidad del líder. Las anécdotas sobre aquella esperpéntica realidad abundan en las crónicas de periodistas y perseguidos, en las que no falta el cuento de que la única libertad que existía en Tabasco era la hija del gobernador: se llamaba Zoila Libertad. En 1934 el flamante secretario de Agricultura comenzó a organizar las actividades de sus secuaces y a moverse a sus anchas en el D.F., como si estuviese en su estado. Martes rurales, jueves ganaderos, sábados rojos... domingos anticlericales de los camisas rojas. El segundo domingo de esas reuniones, el 30 de diciembre de 1934, fue en el jardín de Coyoacán, frente a la iglesia de San Juan Bautista. A las 10 de la mañana los garridistas llegaron para cubrir una cruz de piedra con una bandera rojinegra y comenzar sus diatribas contra la Iglesia y sus seguidores; pero no estaban en “el Edén”, y entre los paseantes no faltó el que pidiera al orador que se callara. La bulla creció para abrir las agresiones verbales, y con la salida de misa la multitud creció alrededor de los camisas rojas. Gritos, insultos, empujones y, en inferioridad númerica, los tabasqueños se replegaron hacia el edificio de oficinas públicas en la plaza... después de abrir fuego de pistolas contra la gente y haber matado a cinco feligreses y herido a muchos más. Los ultrajados de Coyoacán estaban furiosos y en medio de los violentos golpes que siguieron, uno de los camisas rojas fue muerto: en las subsecuentes protestas garridistas contra el “linchamiento” se convirtió en mártir. |
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