Encuestas: ¿anomalía estadística o alineamiento deliberado?
Durante los meses que duraron las precampañas y campañas presidenciales, diversas empresas encuestadoras, en sociedad con medios impresos y electrónicos, dieron seguimiento periódico –incluso cotidiano, en algunos casos– a la evolución de las preferencias electorales en el país mediante estudios que fueron presentados como
Por su parte, el candidato presidencial de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador –quien ocupa, según las tendencias oficiales, el segundo lugar de la elección del pasado domingo– fue recurrentemente colocado en científicos, representativos de la realidad y susceptibles de un margen de error hasta de 3 por ciento. En general, esos sondeos atribuyeron durante prácticamente todo el periodo una ventaja hasta de 18 puntos porcentuales al aspirante presidencial de PRI, Enrique Peña Nieto, respecto de sus competidores, la cual persistió a pesar de los dislates verbales cometidos por el mexiquense en diciembre de 2011, de su accidentada comparecencia en la Universidad Iberoamericana y de las sucesivas movilizaciones en su contra que dieron origen al movimiento #YoSoy132, y sembró la percepción de una
tendencia irreversibleen las preferencias electorales a favor del mexiquense.
empate técnicocon la candidata del PAN, Josefina Vázquez Mota, e incluso por debajo de ésta, en los referidos sondeos.
A la luz de los resultados preliminares de la elección presidencial, es posible constatar que la mayoría de esas compañías erró en sus estimaciones respecto de la contienda: en promedio, las encuestas presentadas en la semana previa al primero de julio otorgaron a Peña Nieto una ventaja que duplica la diferencia oficial respecto del aspirante presidencial de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador (6.5 por ciento). Paradójicamente, los sondeos electorales que obtuvieron resultados más cercanos a las tendencias oficiales –elaborados por las compañías Ipsos-Bomsa, Demotecnia y Berumen y Asociados– fueron en su momento objeto de críticas y cuestionamientos metodológicos por comunicadores y analistas, habida cuenta de sus divergencias respecto del llamado
mercado de encuestas.
Los estudios estadísticos son por principio susceptibles de error y pueden estar afectados por los sesgos socioeconómicos, políticos y culturales de los grupos poblacionales en que se aplican, por la desconfianza o resistencia de los entrevistados a informar sobre sus preferencias y por fallas diversas en la obtención, el procesamiento y la interpretación de los datos. No obstante, el carácter sistemático y generalizado de los errores de las casas encuestadoras al medir las preferencias electorales, en conjunto con la ausencia de explicaciones plausibles respecto de tales fallos, contrasta con las pretensiones de cientificidad, representatividad y precisión estadística con que se promocionó a esos estudios, y siembra dudas sobre si las encuestas se vieron afectadas por una anomalía estadística hasta ahora no identificada o bien si fueron objeto de un alineamiento deliberado para apuntalar la candidatura presidencial priísta.
De ser cierto el segundo de estos escenarios, se confirmaría la percepción –compartida por un sector importante de la opinión pública– de que el papel principal de las encuestadoras en la pasada elección presidencial no consistió en reflejar tendencias, sino en inducirlas, y se asistiría a una intromisión indebida y a trasmano de empresas demoscópicas y consorcios mediáticos en el proceso electoral, la cual, por desgracia, quedaría impune habida cuenta de la ausencia de regulaciones para este tipo de ejercicios en la legislación nacional.
Intencional o no, es previsible que el desempeño errático de las encuestadoras en el proceso electoral aún en curso derive en un costo proporcional en su propia credibilidad y en la de los medios que difundieron y defendieron sus estimaciones. Por lo que hace a la institucionalidad política del país, ésta tendrá que padecer también, y en forma injusta, la erosión de un instrumento que supuestamente debiera dar credibilidad, transparencia y predictibilidad a los procesos electorales, y cuyo uso excesivo y poco transparente ha contribuido, en cambio, al enrarecimiento del clima político nacional.
De ser cierto el segundo de estos escenarios, se confirmaría la percepción –compartida por un sector importante de la opinión pública– de que el papel principal de las encuestadoras en la pasada elección presidencial no consistió en reflejar tendencias, sino en inducirlas, y se asistiría a una intromisión indebida y a trasmano de empresas demoscópicas y consorcios mediáticos en el proceso electoral, la cual, por desgracia, quedaría impune habida cuenta de la ausencia de regulaciones para este tipo de ejercicios en la legislación nacional.
Intencional o no, es previsible que el desempeño errático de las encuestadoras en el proceso electoral aún en curso derive en un costo proporcional en su propia credibilidad y en la de los medios que difundieron y defendieron sus estimaciones. Por lo que hace a la institucionalidad política del país, ésta tendrá que padecer también, y en forma injusta, la erosión de un instrumento que supuestamente debiera dar credibilidad, transparencia y predictibilidad a los procesos electorales, y cuyo uso excesivo y poco transparente ha contribuido, en cambio, al enrarecimiento del clima político nacional.
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