Ríos Montt: justicia y paradojas
La sentencia emitida ayer por un tribunal guatemalteco contra el ex
dictador Efraín Ríos Montt –quien llegó al poder en marzo de 1982 por un golpe
de Estado y fue derrocado por la misma vía 17 meses después– reviste una
trascendencia histórica innegable: se trata de la primera ocasión en que un ex
gobernante latinoamericano es sentenciado por genocidio y otros delitos de lesa
humanidad, y dicho precedente es particularmente relevante en una región
asolada, durante la segunda mitad del siglo pasado, por regímenes militares que,
tras acceder al poder por la vía de los cuartelazos barrieron con derechos
básicos, asesinaron a cientos de miles de personas, impusieron el terror a las
poblaciones e instauraron una era de barbarie en diversos países de Centro y
Sudamérica.
El propio Ríos Montt es un representante paradigmático de esa generación de
golpistas: formado militarmente en Italia y Estados Unidos, el ex dictador
institucionalizó en Guatemala las tácticas más descarnadas de contrainsurgencia
rural; ordenó el asesinato de decenas de miles de personas, la mayoría indígenas
ixiles –por más que en el expediente judicial en su contra sólo se hayan
documentado mil 700–; provocó el desplazamiento de cientos de miles más, y fue
el responsable principal de la virtual desaparición del mapa de cientos de
aldeas indígenas que simpatizaban con las organizaciones guerrilleras de la
época. Posteriormente, como ocurrió con muchos ex dictadores latinoamericanos,
Ríos Montt obtuvo cobijo bajo el orden democrático formal que se reinstauró en
la nación vecina; participó en la formación de una agrupación política, el
Frente Republicano Guatemalteco (FRG), y accedió desde esa plataforma a varios
cargos en el Congreso guatemalteco y a una influencia persistente en la vida
política de ese país.
Con tales antecedentes, la sentencia dictada ayer en contra de Ríos Montt constituye un acto de justicia histórica que marca un punto de quiebre en Guatemala y en la región.
Con tales antecedentes, la sentencia dictada ayer en contra de Ríos Montt constituye un acto de justicia histórica que marca un punto de quiebre en Guatemala y en la región.
Por lo demás, el fallo judicial contra el ex militar da cuenta de una
inopinada consolidación de la institucionalidad guatemalteca, cuyos principales
pilares parecían atrapados en una cadena de complicidades, encubrimientos,
impunidad y corrupción. Resulta paradójico que dicho avance se registre bajo la
presidencia de uno de los principales operadores de la estrategia
contrainsurgente y represiva de Ríos Montt: el general Otto Pérez Molina, cuya
participación en las masacres de civiles en comunidades campesinas está
ampliamente documentada e incluso ha sido exhibida en diversos videos. Tal
circunstancia plantea una disyuntiva para las instituciones de justicia de
Guatemala: continuar ejercitando acción penal en contra de todas las piezas que
integraron la maquinaria de barbarie durante el régimen de Ríos Montt, incluso
en contra del actual jefe de Estado, o preservar para éstas una impunidad a
todas luces incompatible con el mensaje enviado con el fallo de ayer.
No es menor, por lo demás, la relevancia que el episodio adquiere en el plano regional e internacional: la sentencia contra Ríos Montt sienta un precedente de investigación y de sanción a crímenes de lesa humanidad en este hemisferio, y es significativo que ello se produzca en una nación considerada periférica en el orden geopolítico regional y con una vida institucional y democrática incipiente. Lo cierto es que la actuación de la justicia guatemalteca resulta ejemplar para naciones como México e incluso para Estados Unidos, en donde la perspectiva de ejercer acción penal contra ex gobernantes involucrados en crímenes humanitarios –sea contra sus propias poblaciones o contra ciudadanos de otros países– parece lejana, e incluso irrealizable.
No es menor, por lo demás, la relevancia que el episodio adquiere en el plano regional e internacional: la sentencia contra Ríos Montt sienta un precedente de investigación y de sanción a crímenes de lesa humanidad en este hemisferio, y es significativo que ello se produzca en una nación considerada periférica en el orden geopolítico regional y con una vida institucional y democrática incipiente. Lo cierto es que la actuación de la justicia guatemalteca resulta ejemplar para naciones como México e incluso para Estados Unidos, en donde la perspectiva de ejercer acción penal contra ex gobernantes involucrados en crímenes humanitarios –sea contra sus propias poblaciones o contra ciudadanos de otros países– parece lejana, e incluso irrealizable.
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