Violencia de género y golpeteo político
Ayer en la Cámara de Diputados una treintena de legisladoras de distintas fracciones parlamentarias tomaron la tribuna de ese recinto legislativo y demandaron debatir acerca de diversos temas de género, particularmente sobre la violencia que se abate sobre la población femenina del país.
Los elementos de contexto ineludibles de la protesta son, por un lado, el zipizape originado por los señalamientos del diputado priísta Alejandro Moreno Merino, quien la víspera dijo presuntamente que no hay mujer bonita que no llegue a meretriz, y, por el otro, la campaña emprendida por el grupo parlamentario del Partido Acción Nacional (PAN) en contra del aspirante presidencial del tricolor, Enrique Peña Nieto, por el pavoroso incremento de los feminicidios y las desapariciones de mujeres en el estado de México durante su gestión como gobernador de esa entidad.
Ciertamente resulta inaceptable la actitud omisa que tuvo y sigue teniendo el gobierno mexiquense en la atención y el combate a las distintas expresiones de violencia de género que se desarrollan en esa entidad, así como el cobijo que el priísmo ha brindado a ese respecto a su actual aspirante presidencial: un hecho particularmente exasperante es el bloqueo sistemático de los gobernadores priístas, en el marco del Sistema Nacional para Prevenir, Atender, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, a la solicitud de emitir una alerta de género en el estado de México, lo que ha sido interpretado como un acto de protección a los intereses político-electorales del tricolor en esa entidad y a las aspiraciones presidenciales del ex gobernador.
Pero no es menos deplorable que el PAN utilice la atroz circunstancia de violencia y discriminación que se abate sobre la población femenina en la entidad mexiquense como instrumento de golpeteo político y de propaganda electoral: en primer lugar, porque los gobiernos de ese partido, empezando por el federal, han mostrado una actitud tanto o más indolente que el mexiquense ante la multiplicación de los feminicidios, las agresiones sexuales, las desapariciones y los atropellos contra mujeres en el país, y porque semejante actitud deja ver un empeño por lucrar políticamente con decenas de miles de dramas personales, y una falta de respeto a las víctimas y sus familias.
Las circunstancias desfavorables, lacerantes y hasta trágicas que enfrentan las mujeres en el país tienen componentes estructurales que escapan sistemáticamente a los jaloneos entre priístas y panistas: desempleo, precariedad, carestía, deterioro educativo, descomposición de los tejidos sociales, conjunción de corrupción e impunidad y, en general, el desprecio por la vida humana que se desprende del modelo neoliberal aún vigente, el cual concibe a los seres humanos como objetos susceptibles de ser explotados y desechados.
A las determinantes económicas, sociales e institucionales de la violencia de género se suman factores de índole cultural, como el inveterado machismo y la discriminación que persisten en amplios sectores de la población, así como la ofensiva clerical y conservadora orientada a privar a la población en general, y a las mujeres en particular, de derechos reproductivos y de género.
Por si fuera poco, con la disolución del estado de derecho que se vive en amplias zonas del país, los persistentes asesinatos de mujeres, los casos de explotación sexual, la violencia doméstica y los abusos y otras expresiones de violencia de género se acaban por diluir en la violencia a secas, y ello merma todavía más las perspectivas de justicia para las víctimas.
La circunstancia presente no requiere para su solución de escaramuzas verbales, de campañas sucias ni de tomas de tribuna, sino de sensibilidad política y social, de visión de Estado y de un compromiso con la justicia y la legalidad por parte de las autoridades y representantes populares del país, empezando por el sector femenino: a fin de cuentas, si la corrección de la atroz circunstancia que afecta a las mujeres del país no es motivo suficiente para lograr la tan cacareada unidad nacional, sí debiera serlo, cuando menos, para conseguir una unidad de género que esté por encima de contiendas facciosas partidistas.
A las determinantes económicas, sociales e institucionales de la violencia de género se suman factores de índole cultural, como el inveterado machismo y la discriminación que persisten en amplios sectores de la población, así como la ofensiva clerical y conservadora orientada a privar a la población en general, y a las mujeres en particular, de derechos reproductivos y de género.
Por si fuera poco, con la disolución del estado de derecho que se vive en amplias zonas del país, los persistentes asesinatos de mujeres, los casos de explotación sexual, la violencia doméstica y los abusos y otras expresiones de violencia de género se acaban por diluir en la violencia a secas, y ello merma todavía más las perspectivas de justicia para las víctimas.
La circunstancia presente no requiere para su solución de escaramuzas verbales, de campañas sucias ni de tomas de tribuna, sino de sensibilidad política y social, de visión de Estado y de un compromiso con la justicia y la legalidad por parte de las autoridades y representantes populares del país, empezando por el sector femenino: a fin de cuentas, si la corrección de la atroz circunstancia que afecta a las mujeres del país no es motivo suficiente para lograr la tan cacareada unidad nacional, sí debiera serlo, cuando menos, para conseguir una unidad de género que esté por encima de contiendas facciosas partidistas.
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