ACADEMIA DE 14 AGOSTO DE 2012

ACADEMIA DE  14 AGOSTO DE 2012
TURNO VESPERTINO

lunes, 14 de noviembre de 2011

ÉPOCA COLONIAL

ÉPOCA COLONIAL


EL CHOQUE ENTRE ESPAÑOLES E INDIOS en la zona central de México, en el siglo
XVI, propició una nueva actitud en la población indígena que mantuvo latentes
tradiciones prehispánicas, las que hasta la fecha le proporcionan un sentido de
identidad colectiva y un lazo de unión muy sólido. Se transformaron los
conceptos de propiedad de la tierra, privatizándola fuertemente, pero se mantuvo
la tierra comunal. Se introdujo el ritual católico, aunque se conservaron muchas
prácticas o creencias anteriores. En el centro de la Nueva España ( lo que hoy
es el Estado de México) se manifestó la dinámica entre las dos categorías de
agentes participantes del proceso de transculturación: los indios y los
españoles en su relación productora, social y política. La formación de esta
nueva sociedad constituyó un proceso largo caracterizado por un movimiento entre
lo hispánico y lo indígena durante los siglos XVI y XVII hasta lograr una nueva
clase de cultura producto del mestizaje.
El Estado de México es un ejemplo idóneo de éstos y otros mecanismos, pues se
encuentra en el camino entre valles que se caracterizaron por una producción
agroganadera y el centro consumidor de ellos, la ciudad de México. Esta posición
intermedia le permitió conservar los rasgos indígenas a la vez que recibía la
influencia española. Al mezclarse ambos, se logró una sociedad representativa de
la conquista espiritual y cultural que mantiene fuertes rasgos indígenas,
característicos de la realidad nacional.
La formación del sistema colonial: repartos y encomiendas
La estructura del gobierno
Congregaciones y formación de pueblos
La organización de la Iglesia
La formación de la hacienda y la vida económica
La población y la sociedad
La vida cultural
La intendencia

La formación del sistema colonial: repartos y encomiendas


Después de dominar Hernán Cortés y su hueste el antiguo Imperio mexica, el deseo de llegar a conquistar los reinos tarascos incitó a los españoles a planear la conquista del valle de Toluca, que era el paso obligado hacia Michoacán. Ésta fue realizada en dos etapas, y según los cronistas de la época, se ejecutó en forma rápida y relativamente fácil. Con esta invasión todo el territorio central quedó en poder de los españoles. Cortés, como gobernador General y justicia mayor de la Nueva España, repartió la tierra de acuerdo con los méritos de sus soldados, sin recabar previamente la autorización real y de acuerdo con la política de "hechos consumados". Para justificarse aseguró posteriormente que había sido necesario arraigar a los españoles a la tierra, con el fin de proteger a los naturales: "Yo repartí los solares a los que se asentaron por vecinos, e hízose nombramiento de alcaldes y regidores en nombre de vuestra magestad, según en sus reinos se acostumbraba". Un problema crónico en la Nueva España fue el jurídico. Al comenzar la expedición Cortés no había celebrado capitulación alguna, de modo que no estaba autorizado para conquistar y mucho menos para poblar. Aunque hizo los repartos de acuerdo con la legislación española, quedaron siempre en entredicho por haber usurpado facultades reales no delegadas. También violó ciertas disposiciones establecidas por la Corona en materia de repartición, que surgieron debido a los desórdenes que se producían en los lugares conquistados. Una de estas disposiciones fue que "cada vecino de los primeros pobladores tenía derecho a una encomienda que legalmente no podía exceder de 500 indios ni producir más de 2 000 pesos al año". En los valles de Toluca y México se pasó por alto este requisito. Las tierras estaban densamente pobladas, eran buenas para la ganadería, producían granos y redituaban rápidas riquezas. Así, la encomienda en un principio resistió la forma mixta de señorío-repartimiento, pues consistió, al mismo tiempo, en un poderío civil, militar y económico. De acuerdo con la legislación, a cada uno debería proporcionársele un solar para construir su casa, que formaba parte de una peonía o de una caballería, según fuera el poblador infante o jinete. Sin embargo, en el centro de México estas reglas no se acataron en ningún momento. Pero la insistencia de los conquistadores en solicitar cada vez más tierras, repartimientos de indios y encomiendas creó una pugna con la Corona, la cual trabajó siempre para debilitar el poder de los españoles, defendiendo cuanto podía a los naturales. Se confirmaron los repartos que Cortés había hecho antes de esta donación. Los pueblos del valle de Toluca sujetos en encomienda al marqués fueron, entre otros, Calimaya, Tepemaxalco, Metepec y Tlacotepec, y otros dependientes de Toluca. Los demás asentamientos, que tradicionalmente dependían de Toluca, no le pertenecieron en forma específica, porque Cortés ya los había cedido a sus allegados y generales. Así, la tierra quedó repartida entre la Corona, el marqués, los encomenderos y los estancieros españoles. La zona nunca estuvo bien delimitada en el siglo XVI, ya que hubo unidades geográficas que se dividieron entre varias personas, y otros pueblos entre encomiendas y marquesado; e incluso algunos de ellos quedaron en poder de dos encomenderos. En un principio la idea de un súbito enriquecimiento mediante el hallazgo de minas provocó que los españoles desdeñaran la tierra y evitaran ocuparse de labores agropecuarias. A quienes les interesó poseer el suelo disponían de un pequeño capital o mano de obra. La agricultura era un negocio costoso y difícil de desarrollar, pero poco a poco la tierra cobraba importancia, pues representaba un valor estable. Los soldados exigieron encomiendas y repartimientos a Cortés, según la tradición peninsular. Así se había hecho en Andalucía, donde se repartieron, entre los caballeros venidos del norte, ciudades, aldeas, castillos y tierras en forma de feudos perpetuos, con jurisdicción sobre los habitantes. Según esta tradición, los conquistadores tenían derecho al tributo, a los servicios de trabajo de los naturales, es decir, a disfrutar del mismo prestigio que tenían los dueños de "señoríos solariegos" de la metrópoli. Todo esto, unido a la idea de las recompensas dadas a los particulares que habían hecho posible la conquista, movió a Hernán Cortés para autorizar el reparto. En 1523 el rey instruía a Cortés sobre la necesidad de otorgar a los españoles tierras como reconocimiento a sus servicios, posesiones que serían definitivas cuando la Corona las confirmara a través de las mercedes reales. A pesar de las órdenes reales, la colonización continuó mediante mercedes de tierras y encomiendas, pero a finales del siglo XVI la Corona evitó dar nuevas concesiones y, sobre todo, previno que no heredaran los hijos de los encomenderos el ejercicio del poder jurídico, aunque sí el derecho de sembrar y recibir tributo y servicios personales. Una de las últimas donaciones realizadas por Cortés antes de partir a España, confirmada el 19 de noviembre de 1528 por el tesorero Alonso de Estrada, fue la encomienda del valle de Toluca, otorgada a Juan Gutiérrez Altamirano, que sobresale por su extensión, población y riqueza; cosa que ocurrió con Zinacantepec, otorgada a otro encomendero, Juan de Sámano. Cortés dio Ecatepec a perpetuidad a doña Leonor, la hija de Moctezuma, para ella y sus descendientes, donación que rápidamente adquirió la categoría de encomienda de mestizos, en virtud de que doña Leonor se casó con el conquistador Juan Paz y el sucesor fue su hijo. Las relaciones que en esta donación se dieron respecto a sus subordinados fueron diferentes de las encomiendas dadas a los españoles. La donación más grande, por el número de tributarios (16 015), fue la de Texcoco, debido a que en ella se habían incluido las cabeceras de Chalco y Otumba. En cambio, la encomienda más pobre respecto a todo el valle fue la de Tequisistlán, repartida entre la Corona y Juan de Tovar. El crecimiento de las encomiendas produjo algunos problemas por el uso y usufructo del suelo con las comunidades indígenas. Por ello, durante el siglo XVI las autoridades virreinales supieron de gran cantidad de amparos interpuestos por los indígenas, relativos a propiedades dejadas en herencia, pues sin considerarlos se otorgaban nuevas mercedes. Las dificultades surgían al querer demostrar que ciertos terrenos eran usufructuados por personas ajenas. Recordemos que la propiedad privada indígena era considerada como legalmente poseída si se demostraba que era herencia en posesión privada desde tiempos anteriores a la Conquista. Entre 1547 y 1552, el juez repartidor asignó terrenos y parcelas a las nuevas poblaciones de acuerdo con las normas españolas: dio un terreno para las casas de gobierno, de la comunidad, del hospital, algunas sementeras para la Iglesia, y junto a ellos se establecieron las dependencias de la cabecera, las oficinas de la alcaldía y las tierras del fisco. Por último, los terrenos dependientes del pueblo los repartió más apegados a la usanza indígena, empezando por los de la comunidad, la gobernación y el fisco. A pesar de todo, se presentaron dificultades entre las etnias. En especial los matlatzincas se pusieron de acuerdo para aceptar las tierras que les correspondían. Los mexicas admitieron los terrenos que les dio el juez y algunos otomíes y mazahuas pidieron algunas sementeras y campos de labranza. Ya formados los pueblos, se les informó que no se darían tierras a quienes no las trabajaran y darían preferencia a quienes las cultivaran. Además, se respetó la tierra que había otorgado el tlatoani mexica Moctezuma. Siguiendo el modelo español, se empezó a llevar un libro de registro de la propiedad en cada cabecera jurisdiccional, en donde tenía que aparecer el nombre de la persona y la descripción del terreno que le correspondía, a fin de evitar sobornos a las autoridades y repartir un predio dado anteriormente.

La estructura del gobierno


La Corona organizó la administración gubernamental de la Nueva España siguiendo la práctica castellana; tomó para el gobierno indígena dos caminos: uno, dejar a los naturales la dirección del sector local, o sea la administración municipal, y dos, retener la dirección de los sectores provincial y general, es decir, dividir el gobierno en dos esferas: una autónoma, con autoridades indígenas, y otra dependiente, con autoridades españolas. En el gobierno dirigido por los españoles hubo tres secciones: la distrital o provincial, que encabezaban los corregidores y alcaldes mayores; la general o central novohispana, a cuyo frente estaba el virrey o un representante —como el presidente de la Audiencia o los gobernadores en los grandes distritos —, y, por último, la general o central hispana, que presidían el rey y el Consejo de Indias. Así, el corregimiento fue una institución establecida para gobernar las ciudades y administrar justicia en las comarcas que dependían del rey. Con el paso del tiempo, y ante la decadencia de la encomienda, fue cobrando importancia hasta llenar el hueco dejado por los encomenderos al finiquitar sus mercedes. La jurisdicción de los corregidores se inició con los naturales, y a partir de 1580, por real cédula, se extendió a los españoles. Como agentes del poder central, tuvieron un estrecho contacto con los indios: eran los encargados de recaudar los tributos; vigilar la administración y empleo de los bienes de la comunidad, la moral pública y privada, la contratación y el transporte; castigar sumariamente a los criminales; imponer contribuciones a las pulquerías para sufragar los presupuestos locales; regular las pesas, medidas y precios para evitar abusos de los mercaderes; convocar a los principales vecinos para resolver problemas importantes. El corregidor "[...] conferenciaba con los eclesiásticos para erigir templos y conventos; cuidaba de proveer medidas para el buen trato de los indios". El principal deber de los corregidores era hacer ejecutar puntualmente las órdenes del cabildo; en ocasiones aprobaban en los cabildos las medidas que a ellos les interesaba establecer, y sus sugerencias sobre la inversión de los fondos eran tomadas como órdenes. Las amplias facultades de los corregidores se estimaban perjudiciales desde los tiempos del virrey don Antonio de Mendoza quien, considerando las quejas presentadas contra ellos, pidió al rey abolir el oficio y remplazarlo por el de alcalde mayor. Con el tiempo se sustituyeron sin llegar a desaparecer por completo. Posteriormente se nombraron también tenientes, alguaciles y escribanos. El corregimiento exigió por su misma naturaleza una delimitación de zona, lo que conllevó un trazo del espacio geográfico; para ello, las unidades cabecera-sujeto fueron nuevamente la base esencial. El trazado del mapa de corregimiento resultó difícil de hacer e incluso no se pudo fijar en forma permanente por las encomiendas. Fue hasta 1550 cuando el corregimiento logró plena autoridad política sobre las áreas de la encomienda. En teoría, los corregimientos eran limitados en tamaño, bien demarcados y contiguos unos a otros. Pero en la práctica los españoles, como los indígenas antes que ellos, hicieron distinciones más exactas de fronteras en las tierras bajas del valle de México y de Toluca con mayor densidad de población, que en las zonas montañosas remotas y dispersamente pobladas. Así se organizó en 1531 el corregimiento de Otumba, de donde salió en 1544 el corregimiento de Oztotipac. En ese mismo año se formó el corregimiento de Tequisistlán, de donde surgiría en 1600 el corregimiento de Teotihuacan, al que se le anexaría Acolman en 1640, al transformarlo en alcaldía mayor. Un año después se delimitó geográficamente el corregimiento de Chiconautla, el cual fue sustituido en 1640 por la alcaldía mayor de San Cristóbal Ecatepec. En 1563 se fundó el corregimiento de Chalco, cuyos límites se movieron constantemente entre 1533 y 1553 entre Tlayacapan y Tlalmanalco. En 1534 Coatepec era cabecera de corregimiento. Hasta 1546 se delimitó a Tepotzotlán con siete pueblos de la región del lago del norte como corregimiento, y en 1566 se anexó parcialmente Jaltocan. De este corregimiento se desprendió, durante el siglo XVII, la alcaldía mayor de Tenayuca y el corregimiento independiente de Zumpango. Por último, alrededor de 1560 se delimitó el corregimiento de Zumpango de la Laguna, en el valle de México, que se transformó en alcaldía mayor en 1640. La distribución geográfica de los corregimientos en el valle de Toluca fue la siguiente: en los primeros años de la década de 1530 la zona más poblada era la ribera de la laguna del Lerma, conocida como laguna de Matalcingo o Río Grande, la cual fue reclamada por el marqués del valle de Oaxaca como subordinada a su villa de Toluca. En 1534 la Audiencia tomó esa área como parte de la Corona, siendo el corregimiento de Metepec y Tepemachalco, Talasco, Teutenango y Jiquipilco y, años más tarde, Ixtlahuaca. Todas estas poblaciones fueron unidas alrededor de 1550 bajo un mismo corregimiento que denominaron alcaldía mayor del valle de Matalcingo, con su capital en Toluca. La extensión de la zona impidió su control y facilitó el surgimiento de corregimientos independientes, como el de Ixtlahuaca y Metepec. Éste fue el más grande e importante de la zona, y su alcalde mayor era nombrado directamente por el rey. En 1532 Malinalco era la capital de la provincia de esa zona e incluía Atlatlauca y Suchiaca, que pronto fueron separadas en corregimientos independientes en 1534 y 1537, respectivamente. Por cuestiones geográficas la Audiencia anexó Tenango a Atlatlauca en 1550 para dar fluidez administrativa, pero al ver que no funcionaba se determinó asignar Tenango al valle de Matalcingo y Atlatlauca a Malinalco, ambas con la categoría de alcaldías mayores. Como los resultados fueron buenos, en 1558 se determinó que Suchiaca también quedara como alcaldía mayor anexa a Malinalco. En el siglo XVII la zona sufrió variaciones alrededor de 1647; en 1675 se volvió a combinar la jurisdicción de Tenango como cabecera, y en el siglo XVIII se transfirieron varias villas de Metepec a Tenango. Cerca de la ciudad de México se formó, en 1535, el corregimiento de San Mateo Atarasquillo, el cual pasó íntegramente a la ciudad de Lerma en el siglo XVII al ser fundada dentro de la jurisdicción. En la provincia de la Plata, al sur del valle de Toluca, se crearon en 1536 los primeros corregimientos en Texcaltitlán y Amatepec. Posteriormente se fundaron dos alcaldías mayores, una en Sultepec en 1540 y otra en Temascaltepec. La primera fue al mismo tiempo corregimiento de Amatepec y Sultepec, con todas las villas indias de la región. Por su parte, Temascaltepec tuvo su propia jurisdicción en los vecinos del corregimiento de Tuzantla, cerca de Maravatio. En 1715 las dos alcaldías mayores fueron fusionadas en una: Temascaltepec-Sultepec. Zacualpan e Ixtapan, por su parte, se enlistaron como corregimientos en 1544. En 1563 el área estuvo bajo la alcaldía mayor de las minas de Zacualpan. La jurisdicción fue ampliada en 1578 por la transferencia de Coatepec y Cuitlapilco, que pertenecían a Sultepec, y alrededor de 1589 se le anexó Ixcateupan (que hoy corresponde al estado de Guerrero), quedando así conformada la zona del sur del valle. En el norte del valle de Toluca la Corona tuvo que enfrentar algunas dificultades con los encomenderos para poder controlar la zona administrativamente. Alrededor de 1548 se nombraron justicias para los chichimecas tomando como base la provincia de Xilotepec; pronto se creó una alcaldía mayor con una inmensa jurisdicción, que se extendía hacia el occidente de los límites de Nueva Galicia, pues hacia el norte nunca se definió su frontera. Abarcaba Sichú y Pusinquio (San Luis de la Paz), Guanajuato. Tlalpujahua, San Miguel y Querétaro fueron separadas al final del siglo XVI en alcaldías mayores que se ciñeron a Cimapan (Hidalgo). La parte noroeste de la provincia de Jilotepec sufrió cambios en 1640 al separarse Hueychiapa y formar una alcaldía mayor independiente. En los siglos XVII y XVIII, con el desarrollo de la vida económica colonial, la importancia de los corregimientos se acentuó aún más a causa de las prerrogativas y oportunidades que brindaban para enriquecerse. Lejos de aspirar a un buen sueldo, los corregidores buscaban hacer negocios que les redituaran buenas utilidades aprovechando, por supuesto, su posición. Sin embargo, se abolieron los corregimientos legalmente por las leyes de intendericia, siendo asumidas las posiciones de corregidores por subdelegados bajo la supervisión de intendentes. Los ayuntamientos se establecieron en cuanto se fundaron las ciudades y villas. El cabildo o concejo municipal estaba integrado por alcaldes y regidores, cuya cifra variaba (uno o dos) en función del número de habitantes de la comunidad. Al principio eran elegidos por los vecinos, pero al paso del tiempo la Corona otorgó los cargos a perpetuidad y después fueron vendibles y renunciables. El cabildo legislaba localmente: expedía las ordenanzas municipales, cuidaba de las obras públicas, de mejorar las condiciones y la calidad del trabajo y la enseñanza elemental, de abastecer a la ciudad, así como de representarla en los pleitos que cualquier tribunal emprendiera en su contra y defender sus privilegios. La administración de justicia tanto civil como criminal era competencia de los alcaldes ordinarios. Su jurisdicción era ordinaria y común, es decir, estaban exentos de ella los individuos que gozaban de algún fuero. Vigilaban la ciudad usando la vara de justicia, "incluso en la noche, por medio de rondas en las que también participaban el corregidor y el alguacil, y, temporalmente, en los caminos cuando desempeñaban el cargo de alcaldes de la Santa Hermandad". Los integrantes del ayuntamiento tenían facultades específicas. El alcalde mayor ejercía las funciones judiciales de primera instancia. El alguacil procuraba preservar el orden en la ciudad. El mayordomo administraba los propios; el síndico cuidaba los intereses de la corporación. Otros miembros del cabildo eran el abogado y el escribano; éste debía ser "real", es decir, con título de la Corona en las ciudades y villas de importancia. El patrimonio de los ayuntamientos se formaba con tierras llamadas propias y con otros bienes: los arbitrios, que consistían en alquileres de casas y tierras; el servicio personal de los indios en las obras públicas; las multas impuestas al ganado, y las licencias para fiestas de toros, gallos, juegos de azar y otros. En un principio los pueblos indígenas mantuvieron sus antiguos modelos prehispánicos de gobierno local. Los caciques con título de gobernadoryotl regían desde la cabecera, y los principales estaban bajo su tutela administrando los sujetos, barrios o estancias con la ayuda de los tequitlatos. El virrey don Antonio de Mendoza fue el primero en nombrar gobernadores y alcaldes ordinarios para los pueblos indígenas. A mediados del siglo XVI ya había cabildos en varios de ellos. En 1618 Felipe III fijó el número de integrantes de los cabildos indígenas. Sólo en Cierta medida el ayuntamiento de los pueblos indígenas se ajustó al de las ciudades y villas españolas. Los cabildos indígenas constaban de los oficiales de república: el gobernadoryotl o juez-gobernador, alcaldes, regidores y alguacil, conocido más comúnmente como topil. Además, según las necesidades del pueblo, podía haber mayordomos, escribanos y alguaciles de doctrina, quienes formaban parte, a veces, de los pequeños concejos dependientes del cabildo municipal. La elección de las autoridades no siguió la forma española, ya que existían variantes regionales según la costumbre indígena. El sistema de elección siempre era muy solemne. Estos cabildos fueron la célula del gobierno municipal al combinarse la tradición indígena de elección entre los miembros más destacados de la comunidad, y la española en su variante más democrática.

Congregaciones y formación de pueblos


A la llegada de los españoles existía un esquema de asentamientos humanos dispersos. Sus pobladores, dedicados al cultivo extensivo del maíz, se veían obligados a vivir cerca de sus campos de labranza. Existían también algunos centros ceremoniales —cabeceras religiosas y económicas donde sólo residían gobernantes, sacerdotes y algunos nobles— adonde acudían desde los campos los naturales durante las celebraciones religiosas, días de mercado, pago de tributo y cuando iban a prestar servicios personales en trabajos comunales. Ante esta situación, "los españoles pronto se dieron cuenta de que no podían ni explotar completamente ni catequizar efectivamente a un pueblo disperso en áreas remotas, donde evadirían el tributo y practicarían ritos prohibidos". Resultaba necesario, en primer lugar, congregar a los naturales alrededor de los pueblos indígenas establecidos y luego buscar lugares propicios para otros pueblos. A principios de la década de los treinta, tan pronto llegaron los primeros misioneros franciscanos a Texcoco y Toluca, que eran los centros más importantes de los valles de México y Matlatzinco, se abocaron a organizar los asentamientos indígenas según lineamientos del virrey Antonio de Mendoza. Las directrices del virrey marcaron los primeros poblados en el centro de México en la década de 1540. Durante la segunda mitad del siglo XVI hubo una tendencia a asimilar los pueblos y grupos indígenas a villas o municipios españoles, donde fuese más fácil evangelizarlos y enseñarles a vivir en "policía". A éstos se les llamó pueblos de "congregación", "junta" o "policía" y, a fines del siglo XVI, se les conoció como pueblos de "reducción", en los que se siguieron los modelos y conceptos urbanísticos traídos de España, modificados en parte por la tradición indígena. La Corona siguió dos modelos para apartar a los naturales de los españoles y de los esclavos africanos: estableció repúblicas de indios donde se separaba a los naturales del resto de la población, y congregó o redujo en poblaciones a los indios dispersos que carecían de residencia fija. Los españoles designaron cuatro poblaciones del valle de México como ciudades, creándose una categoría urbana superior: Tenochtitlan y Texcoco en 1543, Xochimilco en 1559 y Tacuba en 1564. Incluso los misioneros franciscanos y dominicos reordenaron ocho centros para la conversión de los indios fuera de la ciudad de México. Tres situados en la ribera del lago: Coyoacán, Cuautitlán y Texcoco; otros tres en la comarca de pueblos acolhuas: Coatepec, Tepetlaoxtoc y Otumba; y dos en las tierras de los chalcas: Tlalmanalco y Chimalhuacán. Los pueblos se establecían en los lugares más convenientes de cada región, "señalándoles largos términos para sus labranzas y dehesas y montes". En 1567 se ordenó que antes de organizarlos se tomaran en cuenta los puntos de vista de los caciques, de las órdenes religiosas y de los residentes de la zona para elegir el sitio adecuado a fin de que no sufrieran daño ni agravio. Al mismo tiempo se dotaría a los pueblos de autoridades indias y de tierras suficientes para sus actividades agrícolas, es decir, un fundo legal. A partir de entonces no se permitió establecer estancias de ganados de españoles ni caballerías de tierras cerca del pueblo. En 1687 se aumentó el fundo legal a 600 varas, debiéndose medir desde la última casa del pueblo y por "todos los cuatro vientos", y en 1695 se estipuló que la medición se hiciera desde el centro del pueblo, que casi siempre era la iglesia. Las comunidades indígenas que tenían tradición de Tlatocáyotl (con tlatoani, señor o rey) se convirtieron en cabeceras, desde donde se administraban los barrios y estancias o pueblos sujetos. Las autoridades que residían allí se encargaban de recaudar los tributos y enviarlos al centro. (Gibson definió como "pueblo sujeto" a una comunidad que debe tributo, servicio y otras obligaciones a los funcionarios de la cabecera.) Las estancias o barrios generalmente tenían su base prehispánica en la antigua unidad llamada tlaxilacalli, conocida también como calpulli, que era gobernada por jefes locales subordinados a la cabecera. En todas las jurisdicciones los pueblos tlatoanis se convirtieron en cabeceras, sedes del gobierno colonial en sus esferas política y eclesiástica; en ellos se estableció una doctrina que albergó a los clérigos e iglesias, y de ellas dependía un número de pueblos llamados "visitas". A esta organización se le conoció indistintamente con el nombre de doctrina, curato, partido y parroquia. Al agrupar a los pobladores dispersos quedarían tierras desocupadas donde se podrían fundar pueblos de españoles y mestizos. Así, las tierras libres podían ser solicitadas como mercedes, pues esto no perjudicaba a ningún natural; además, estaban sin producir, en detrimento de la Corona y de la Colonia. Aparentemente los motivos de los españoles eran altruistas; sin embargo, coexistían con otros menos nobles ya que las congregaciones eran el instrumento más eficaz para asegurar el sometimiento de la población a sus intereses económicos y religiosos. Así, resultó más sencillo contabilizar a los indígenas mediante las matrículas de tributos, obligarlos a prestar el servicio personal en forma más regular y, sobre todo, forzarlos a adoptar gradualmente las formas de vida española. En suma, los agrupamientos permitían mantener un mayor control sobre la población india. Los primeros frailes también vieron la utilidad de la congregación ya que facilitaba el adoctrinamiento y garantizaba la asistencia regular de los fieles a la iglesia. Sin embargo, al percibir que los españoles explotaban cada vez más a los indígenas y los contagiaban de sus malas costumbres y enfermedades, empezaron a oponerse a estas congregaciones; no obstante, se vieron obligados a aceptarlas pues no había otro camino para poder cristianizar a los naturales. Además, fueron ellos
    [...] quienes primero se aprovecharon de este control absoluto de las nuevas poblaciones para dirigir y realizar uno de los proyectos constructivos más ambiciosos y espectaculares que recuerda la historia mexicana: la edificación de monasterios.
En las congregaciones coexistía un doble proyecto histórico-político y evangelizador; el primero intentó reducir la pluralidad cultural y política de los indígenas y crear una igualdad y homogeneidad que le permitiera tanto el control productivo y de mano de obra como la hegemonía cultural y política. El segundo intentó formar unidades relativamente autónomas dentro de la Colonia y del Estado español. Ante el indígena encomendado había que contraponer al indio congregado y crear un espacio de libertad y autonomía relativa donde era posible la misión. La religión en estos proyectos era bien aceptada para reforzar la hegemonía o para dar identidad al propio grupo. Don Luis de Velasco llegó a la Nueva España en 1550 con instrucciones precisas sobre las congregaciones. Durante su mandato, y apoyado por los frailes, se seleccionaron los nuevos sitios para los monasterios y se proyectaron cabeceras y pueblos de visita en el valle de Toluca. Así se formaron las congregaciones de Capulhuac (1557), Atlapulco (1560), Zinacantepec (1560) y Metepec (1561). Algunos pueblos se juntaron en uno solo como sucedió con Calimaya y Tepemajalco. Estas reducciones cumplían con los deseos del rey, quien ordenó que se dieran todas las disposiciones necesarias para "que los indios de estas tierras que están derramados se junten en pueblos[...] con todo cuidado e diligencia, como cosa que mucho importa". Hacia 1563 los labradores de Cuapanoaya y Huitzitzilapa, en el valle de Toluca, rehusaron congregarse. En el valle de México, por esos años, se congregaron Ecatepec (1560), Tenayuca con Teocalhueyacan se reunieron en el primer pueblo (1560), Tizayuca (1563), Amecameca y Tenango Tepopola (1570), y Teotihuacan, Tequisistlán y Tepexpan (1580), donde se congregaron los habitantes de ese valle. En cada lugar se estableció un convento, punto central alrededor del cual se situaba la población hispana que controlaba a los naturales. Los frailes se encargarían de propagar la fe cristiana y de ejercser una vigilancia más estrecha sobre la producción.
Mapa que muestra a Toluca y algunas jurisdicciones del valle en la época colonial, cuando Don Luis de Velasco llegó a la Nueva España en 1550 con instrucciones precisas sobre las congregaciones. Durante su mandato, se seleccionaron los nuevos sitios para los monasterios y se proyectaron cabeceras y pueblos de visita en el valle de Toluca. Así se formaron las congregaciones de Capulhuac (1557), Atlapulco (1560), Zinacantepec (1560) y Metepec (1561). MAPA 1. Toluca y algunas jurisdicciones del valle en la época colonial.(Dibujo basado en Peter Gerbard, Geografía histórica de la Nueva España 1519-1821, UNAM, 1986, p. 279.)
Los naturales se resistían a congregarse por temor a perder sus tierras de labranza, por tener que construir nuevas casas y por evitar ser obligados a prestar servicios personales al convento, casas reales, casas de los españoles y en la construcción de los edificios públicos. También procuraban evadir su registro en el padrón de tributarios del encomendero donde existían estas mercedes. A fines del siglo XVI y principios del XVII, la Corona llevó a cabo un nuevo programa de congregación originado en parte por las epidemias de 1593-1605 que diezmaron a la población y exigieron un reacomodo de pueblos. Sólo que ahora se veía a la congregación como el restablecimiento de familias indígenas dispersas o de sujetos enteros en comunidades compactas conocidas como pueblos de reducción. Las justificaciones declaradas eran "la enseñanza del cristianismo, la eliminación de la ebriedad, la promoción de una vida indígena ordenada y la protección de los indios bajo el derecho español". Desde el punto de vista político, ciertos lugares importantes en la época prehispánica dejaron de existir; en cambio, algunas comunidades recién formadas cobraron importancia, sobre todo las que habían estado subordinadas y que debido a los reacomodos reafirmaron su independencia como cabeceras. El ejemplo más claro es el de Chapa de Mota. En febrero de 1592, por orden del virrey Velasco, se congregaron 24 estancias en dos lugares: una en la cabecera Chapa hacia el pueblo de San Felipe y otra en San Luis, donde debieron reunirse cuatro estancias. Los indígenas se oponían a las reducciones argumentando el arraigo local, la lejanía y calidad inferior de las nuevas tierras, la vulnerabilidad a los intrusos (pues la novedad atraía a la gente), la mezcla étnica (como sucedió en el norte de Acolman entre mexicas y acolhuas) y la diferencia del medio adonde los reducían porque cambiaba por completo la vida de su comunidad. La tendencia fue Concentrar aún más la población indígena sobreviviente, hacerla más accesible al control de encomenderos, hacendados y otros, y disponer de las tierras para entregarlas a los españoles. Además, las crecientes ciudades de la Nueva España y los centros mineros necesitaban una cantidad superior de alimentos y vestidos de los que podía producir una menguada población rural bajo el viejo sistema tributario Las nuevas instituciones de producción, como obrajes y haciendas, fueron construidas en tierras y con mano de obra de estos pueblos indígenas congregados o reducidos.
Cuadro III.1 Pueblos de reducción de los valles de Toluca y México en 1592-1604.
Tabla de relación de los pueblos de reducción de los valles de  Toluca y México, donde los indígenas se oponían a esa reducción,  por el arraigo local, la lejanía y calidad inferior de las nuevas tierras, la vulnerabilidad a los intrusos, la mezcla étnica y la diferencia del medio a donde los reducían, del año 1592 a 1604.
FUENTE: Gibson, 1978, pp. 293- 294. AGMN, ramo Tierras.
 


La organización de la Iglesia





A raíz de la conquista militar, y con igual grado de intensidad, se da lo que
Robert Ricard ha llamado la conquista espiritual de la Nueva España Su fin
principal era la incorporación de los naturales al mundo cristiano de Occidente
por medio de la religión católica.
En 1523 desembarcaron los primeros franciscanos: fray Juan de Tecto, fray
Juan de Aora y fray Pedro de Gante, quienes comenzaron otro periodo en la
historia del dominio de la Nueva España.
Se establecieron en Texcoco e iniciaron desde allí la evangelización de los
naturales. Fray Pedro de Gante, junto a sus tareas misionales, estableció la
primera escuela para niños indígenas donde se enseñaba música, artesanías,
lectura, escritura y doctrina cristiana. La acción evangélica se enfocó hacia
los menores por la mayor facilidad de acción entre ellos, ya que podían aprender
con gran rapidez la lengua castellana y a su vez enseñar náhuatl a los
misioneros. Aunque algunos adultos hablaron pronto el idioma de Castilla, su
catequización se retrasó por su modo de vida basado en antiguas creencias.
Al año siguiente llegaron "los doce", bajo el mando de fray Martín de
Valencia. Celebraron su primera misa en Texcoco, donde percibieron cómo la labor
de fray Pedro de Gante empezaba a dar frutos. Los misioneros desempeñaron el
papel de constructores del nuevo orden establecido. Quizá, sin quererlo, fueron
el instrumento definitivo de la dominación, pues poco a poco, pero con gran
eficacia, transformaron al indígena en súbdito español.
La gigantesca tarea de cristianización de los nativos del Nuevo Mundo
consideró la satisfacción de las dos partes, el conquistador y el conquistado, a
fin de que la obra no se perdiera ni quedara aislada. Hubo de enfrentar un
mosaico de climas y lenguas autóctonas complejas: náhuatl, otomí, matlatzinca,
mazahua, ocuilteca y, en las fronteras con Michoacán, tarasco. Se pusieron en
práctica algunos vocabularios, gramáticas y métodos especiales para enseñar la
doctrina. Se utilizaban indios instruidos en la doctrina cristiana, seguramente
trilingües, que reunían cada domingo grupos de indígenas con la misma lengua. El
catequista de cada grupo durante una hora enseñaba primeramente en latín y
después en la lengua nativa. Había sesión de preguntas y respuestas. Al final,
el cura oficiaba la santa misa y predicaba el sermón, de preferencia en
náhuatl.
En 1525 tuvo lugar "la primera batalla al demonio"; los frailes ahuyentaron a
todos los que estaban en los templos indígenas y persiguieron la idolatría que
se ocultaba tras las imágenes católicas. Empezaron la evangelización sistemática
administrando los sacramentos de la penitencia (confesión) y el matrimonio,
instruyendo convenientemente a los nuevos feligreses. Se combatió la poligamia
acostumbrada desde los tiempos prehispánicos. Los principales indígenas tuvieron
que decidir cuál de sus numerosas mujeres sería la legítima. Para dar mayor
importancia social al matrimonio, en Texcoco éste fue solemne y con grandes
festejos.
Conforme aceptaban el cristianismo, los indios se mostraban diligentes en la
construcción de los nuevos templos. Ellos mismos cargaban las piedras y las
vigas, hacían la cal, los adobes y los ladrillos. Para 1541, fecha en que
Motolinía escribió sus Memoriales, este fraile contó más de 400 templos
cristianos erigidos en los pueblos importantes de las cabeceras de Texcoco,
Tlalmanalco y Chalco; Tenayuca, Cuautitlán, Otumba, Tepeapulco y Cempoala.
Texcoco, uno de los principales conventos de la provincia del Santo
Evangelio, trabajó afanosamente en los primeros 20 años de evangelización. En
este lugar la labor misional de fray Pedro de Gante dejó huellas tan profundas
entre la población que el arzobispo Montúfar llegó a decir: "El arzobispo de
México no soy yo, sino fray Pedro de Gante."
En la región de Chalco, un incendio fue el preludio de la evangelización. Los
templos indígenas de Amaquemecan, Tlalmanalco y Tenango se consumieron en
llamas. Sobre sus cenizas, aún calientes, el agua de los bautismos apagaría la
idolatría. Así empezaron los franciscanos. Después vendría la labor de convencer
a los nobles de que dejaran la poligamia y se casaran con una sola mujer.
A partir de 1524 se empezaron a fundar conventos en los grandes centros
indígenas de importancia política y religiosa. Los franciscanos abrieron brecha
al apostolado en el México central, sus fundaciones se multiplicaron entre 1525
y 1531, y con la llegada de las otras dos órdenes mendicantes —dominicos en 1526
y agustinos en 1533— se hizo una red de comunicación entre los diversos
conventos establecidos en la Nueva España.
Se fundó la custodia del Santo Evangelio en 1524, creándose como provincia en
1535. México fue promovido a arquidiócesis en 1546, quedando sujetas a ella
todas las catedrales de América. Las tres órdenes mendicantes acordaron su
delimitación geográfica. Los franciscanos se establecieron en la región de
Puebla y en el Centro de México, en lo que serían los futuros estados de México,
Morelos, Hidalgo y Tlaxcala. Los dominicos extendieron su actividad a los
lugares vacantes del valle de México, Puebla y Morelos, además de toda la zona
mixteca-zapoteca con Oaxaca como Centro. Los agustinos sembraron la fe en tres
direcciones: un área meridional, otra septentrional, entre los otomíes, y la
última occidental, hacia Michoacán. Se establecieron en la región fronteriza de
los actuales estados de Guerrero y Morelos, y en los años de 1537 y 1543 se
instalaron en Ocuilan y Malinalco, respectivamente, en el valle de Toluca, y en
algunos lugares del valle de México como Acolman, Ayotzingo, Tecamac y Tepexpan
de acuerdo con el capítulo de 1540; por esa misma época fundaron casa en
Capulhuac, Tianguistenco y Zacualpan, y en Toluca dos conventos.
A la provincia del Santo Evangelio, comúnmente llamada de México, pertenecían
los valles de Toluca y México. Tenía una extensión geográfica de 40 leguas de
norte a sur, y de 80 leguas de oriente a poniente, abarcando desde el puerto de
San Juan de Ulúa, en Veracruz, hasta el convento de Zinacantepec. En 1585,
cuando el padre comisario general visitó la provincia, contaba con 69 casas
entre grandes y pequeñas: 38 conventos estaban sujetos al arzobispado de México,
30 al de Tlaxcala y uno al de Cuba.
Un convento o una iglesia parroquial servía de sede a un área geográfica
interrelacionada con pueblos menores, con objeto de mantener una comunicación
con la población indígena aledaña a dicha cabecera. Las sedes fueron
seleccionadas por el tamaño, por el estatus de sus comunidades o por la densidad
de la población, sin tener en cuenta las fronteras tribales.
En el valle de Toluca los franciscanos escogieron como cabeceras de doctrina
a Toluca, Zinacantepec, Calimaya, Jilotepec y Metepec. En cada lugar se
construyó una iglesia con dinero del encomendero o por donación de los mismos
naturales. Según el padre Chauvet, la primera fundación fue Toluca en 1529-1530;
luego Jilotepec en 1530; más tarde, alrededor de 1569, Metepec y Zinacantepec, y
por último Calimaya en 1577, aunque algunas fuentes señalan que esta última se
fundó en 1561.
Aparte de las primeras fundaciones franciscanas y agustinas se sabe que el
clero secular administró varios pueblos del valle de Toluca a partir de 1535.
Almoloya, Amatepec, Atarasquillo, Atlacomulco, Atlapulco, Chapa de Mota,
Huitzizilapan, Ixtapan de la Sal, Ixtapan del Oro, Jalatlaco, Jocotitlán,
Ocoyoacac, Otzoloapan, Tecualoyan, Temascalcingo, Temascaltepec, Tenango del
Valle y Zumpahuacan, entre otros. Sin embargo, fueron los franciscanos quienes
dominaron la región y controlaron su economía. El clero diocesano quedó relegado
al poniente y sur del valle de Toluca.
En el siglo XVI, en el valle de México, el clero regular estableció conventos
en Santiago Chalco, San Andrés Chiautla, San Miguel Coatlinchan, San
Buenaventura Cuautitlán, San Cristóbal Ecatepec, San Luis Huexotla, La Purísima
Concepción Ozumba, San Juan Teotihuacan, San Antonio de Padua Texcoco, San Luis
Obispo Tlalmanalco, Corpus Christi Tlalnepantla y San Lorenzo Tultitlán,
asentamientos que luego se ampliaron en el siglo XVII.
En 1528 los dominicos se establecieron en Chimalhuacán, Chalco, Ecatzingo,
Ixtapaluca, Tepetlaoxtoc, Tenango Tepopola y Amecameca. Aprovechando la
fertilidad de la zona y la abundancia de la fuerza de trabajo, desarrollaron la
agricultura y dieron auge a actividades económicas importantes como la arriería,
el corte de madera y la fabricación de carbón.
Por su parte, los agustinos se establecieron en San Agustín Acolman en 1555,
Ayotzingo, Tecamac y Tepexpan. Los jesuitas llegaron en 1572 a la Nueva España.
No se hicieron cargo de curatos o doctrinas en nuestro territorio, como tampoco
en lugar alguno de la Nueva España. En cambio, hicieron sentir su influencia
desde el colegio de Tepotzotlán, internado de indios y noviciado de la orden, en
el suntuoso edificio que es muestra de su riqueza.
En general, el clero regular controló la mayor parte del actual Estado de
México. Llama la atención que el clero secular no tuviera ninguna injerencia en
el valle de México, que era el más rico y poblado en el momento de la Conquista.
Dentro de la Iglesia, los frailes mendicantes regulares y el clero secular
comprendían dos grupos poderosos de oposición que lucharon por el control de los
pueblos. En el primer momento de la evangelización se habían confiado a las
órdenes religiosas poderes parroquiales y sacramentales para la realización de
metas misionales, facultades tradicionales de los clérigos de la jerarquía
episcopal que consideraban el control parroquial por el clero regular como una
intromisión no autorizada.
A fines del periodo novohispano, la Iglesia era ya una institución rica y
compleja. Sus doctrinas recibían ingresos de rentas de tierras, hipotecas,
cofradías, hermandades, organizaciones caritativas y otros fondos e inversiones,
además de las contribuciones regulares de los miembros de la parroquia. Todo
esto condujo a que las fricciones se acrecentaran cada vez más, por lo que al
cambiar la dinastía Habsburgo por la Borbónica, y con las reformas de gobierno,
se decretó en 1756 la secularización de varios de los conventos que estaban en
manos de los mendicantes, entre los que se encontraban casi todos los
monasterios del valle de Toluca y de México, pasando a formar parte de la
arquidiócesis y quedando controlados por el clero secular, con lo que terminó un
capítulo importante de la labor misional de la Iglesia.
Así, la conquista militar sometió a los indígenas al poder del imperio
español. Algo semejante ocurrió en el terreno espiritual. Clero regular y
secular predicaron el evangelio entre los antiguos adoradores de dioses
sangrientos. Si bien se suprimieron los sacrificios humanos, se presentaron
nuevas formas de religiosidad que no lograron desplazar del todo a las antiguas.


La formación de la hacienda y la vida económica





La economía de los pueblos de los valles de México y Toluca, que actualmente
forman el Estado de México, tuvo su base en la agricultura y se organizó
principalmente en unidades productivas conocidas como haciendas. Esta forma de
propiedad territorial fue la riqueza más prestigiada a principios del siglo
XVII. La palabra hacienda, tan usual a principios de la Colonia,
significaba haber o riqueza personal en general y con el tiempo pasó a designar
una propiedad territorial de importancia. Así, de ser la unidad económica por
excelencia en la Nueva España se convirtió en una unidad autosuficiente; atrajo
a los pueblos indios y otra población dispersa se fue asentando también en las
haciendas; mantuvo servicios religiosos y aprovisionamiento seguro.
Desde mediados del siglo XVI la encomienda inició su decadencia como primera
institución económica. No sólo habían quedado muchos españoles desprovistos de
ella, sino que el sistema de tributo y servicios resultó insuficiente para el
abastecimiento de las ciudades. Muchos españoles iniciaron la explotación de
empresas agrícolas y ganaderas. Por otro lado, las grandes extensiones de
tierras que los indígenas dejaron vacantes permitieron su aprovechamiento para
la agricultura española, que inició un franco movimiento de expansión.
Muy pronto el valle de Toluca se convirtió en una zona de gran producción
ganadera. Aunque se criaban caballos, bovinos y ovinos, fue esta última especie
la que alcanzó mayor preponderancia, sobre todo en los pueblos de la parte norte
de la región. En Toluca los ganaderos locales, agrupados en la asociación
conocida como la Mesta, se reunían anualmente en agosto para sesionar. A
principios del siglo XVII Toluca empezó a adquirir fama por la producción de
jamones y chorizo.
La vida económica se vio afectada por diversas epidemias que causaron
verdaderos estragos en 1531,1545, 1564 y otros años en las zonas de mayor
población. La más terrible de todas, para el valle de México y de Toluca, fue
tal vez la de 1576-1577, que acabó con poblaciones enteras. En 1588 las regiones
de Tlaxcala, Tepeaca y Toluca sufrieron un nuevo azote. Esta vez la reducción
imprudente ordenada por el virrey Conde de Monterrey agravó aún más la
mortalidad entre los indígenas. Los pueblos más afectados tuvieron que vender
sus tierras para pagar los tributos reales presentes y pasados. Varios caciques
aprovecharon la situación para invadir terrenos que después ofrecían a los
españoles, amparados con compras ficticias o asegurando que se trataba de sitios
abandonados.
Deseosos de tierras, los personajes poderosos ejercieron su influencia para
que las autoridades reales dieran licencia a las "pobres viudas" o a gente sin
recursos para poder vender sus propiedades. Hacia 1588 el virrey Marqués de
Villamanrique derogó algunas de las restricciones para vender. El propietario,
para ser considerado dueño, debía cultivar la tierra por un plazo de cuatro,
cinco y hasta ocho años. A pesar de estas normas, en el siglo XVII era frecuente
otorgar una merced real de tierras acompañada de una licencia de venta.
El Consejo de Indias, mediante cédula de 1615, ordenaba al virrey vender en
subasta pública nuevas mercedes de tierras con la condición de que los
compradores se obligaran a reconfirmar sus títulos ante la Corona. "A los
españoles que hubieran usurpado tierras, se les podía aceptar el pago de una
composición moderada en caso de que desearan conservarlas", si no, se venderían
en subasta pública.
El conde de Salvatierra (1642-1648) al ver que las órdenes de su antecesor,
el marqués de Cadereyta, no lograron recabar el dinero esperado, despachó nuevas
comisiones para medir las tierras y averiguar su riego. El fruto de este trabajo
empezaba a llegar a la metrópoli medio siglo después de la orden original.
Esta política se sintió con más fuerza en las zonas de mayor población, como
los valles de México y Toluca. Los corregidores, alcaldes mayores o sus
tenientes y los jueces de congregación ejercieron la función de jueces
demarcadores de tierras.
A mediados del mismo siglo, en 1643, se dispuso que todas las posesiones que
no contaran con títulos legítimos serían consideradas tierras de realengo y, por
ende, puestas en subasta pública. Para que una tierra fuera designada de
realengo, se verificaba si reunía o no las características que las mercedes de
población estipulaban. Se investigaban las sementeras y el número de ganado,
mediante testimonios indígenas y de cualquier otra persona interesada,
presentándose tanto títulos de propiedad como códices que relataban la historia
del lugar.
El punto de vista de los dueños era que cada propiedad tenía su propia
historia. Los propietarios de títulos legítimos poseían todo el derecho de
disfrutarlos sin estar obligados a realizar una recomposición; en cambio, las
propiedades ilegítimas o ilegales se obligaban a la composición o pago de
acuerdo con la calidad y cantidad de las tierras y aguas. Claro que los
poseedores de esas tierras tenían el derecho de ofrecer a la Corona una
cantidad, a su parecer, de acuerdo con el valor real, a fin de legalizar los
títulos.
Este mecanismo, llamado composición, lejos de lograr el éxito fue rechazado
por los propietarios españoles, quienes se oponían a la investigación cuando
carecían de títulos, como era frecuente. Asimismo, ejercían su influencia para
evitar que sus terrenos fueran medidos, o si ya se habían recompuesto, de
acuerdo con la ley, pedían que se anulara esa disposición.
Pronto lograron que la Corona expidiera dos mercedes: una que exceptuaba la
medición de la tierra mediante el pago de una cuota, y otra para amparar a los
dueños de haciendas de cierto prestigio en la región, por ser descendientes de
conquistadores o formar parte de la clase social alta.
A mediados del siglo XVII, las composiciones tuvieron su punto culminante
cuando los poseedores de tierras recibieron mercedes definitivas de sus
propiedades que habían usufructuado con títulos irregulares o por tradición
familiar, iniciando de este modo la fijación exacta de los linderos.
Esta recomposición de la propiedad llevó al establecimiento de las haciendas
en las mejores tierras del Estado de México; se ejecutaron expropiaciones
parciales y, en ciertos casos, totales, de las comunidades y de otros habitantes
anteriores. La tierra era fértil, el agua no escaseaba y la mano de obra, a
pesar de las epidemias, abundaba. Se aunaba a esto los medios de comunicación,
que permitían la circulación de mercancías entre la capital del virreinato y los
valles de Toluca y México. La tierra cobró un interés inusitado. Algunas
familias aristocráticas de la región se vieron favorecidas con la expedición de
títulos legales. Utilizando su poder político y social, así como sus influencias
locales, lograban adquirir terrenos por un precio muy reducido y con muchas
concesiones. En cambio, los poseedores de tierras sin influencia tuvieron muchos
problemas para componer su parcela.
La mayoría de las propiedades, urbanas o rurales, adquiridas por las familias
del valle de Toluca datan de finales del siglo XVI y principios del XVII, cuando
la propiedad se adquiría por gracia o por compra a españoles que se deshacían de
sus mercedes.
La hacienda comenzó a ser la institución económica central de México, pues se
fue extendiendo más y más sobre los territorios baldíos y sobre aquellos que
pertenecían a las comunidades indígenas y a otras corporaciones. Los indios,
cercados en sus pueblos por los ganados y los cultivos de los españoles, se
hicieron pleitistas y maliciosos; entre demandas de protección y amparo en las
tierras de la comunidad y procesos interminables, vivían los pueblos gastando
sus recursos, liquidando sus haberes. La tierra aumentó considerablemente de
valor y llegó a ser el objeto más importante para naturales y españoles; los
ocupantes de ella, siempre obligados a defenderla, poco a poco se fueron
convirtiendo en sus poseedores reales, no siempre legales, y así surgieron los
grandes señores de la tierra.
El éxito económico de la hacienda de todas maneras es inconcebible sin su
articulación con la comunidad indígena. La hacienda captó y utilizó el
conocimiento milenario de los agricultores nativos en el manejo de las plantas,
de la tierra y del agua, y el empleo directo e indirecto de su fuerza de trabajo
de manera casi ilimitada.
Las tierras otorgadas a indios y a españoles durante los siglos XVI y XVII
mediante mercedes reales fueron adquiriendo diversos matices. Las de los indios
conservaron su calidad de concesiones públicas; en cambio, las de los españoles
se convirtieron en propiedades privadas, dando lugar a la concentración de
grandes extensiones de tierra.
Para el siglo XVIII los diversos elementos de la economía de los valles de
México y de Toluca, así como de las zonas aledañas y circundantes, se encuentran
en pleno desarrollo después de haber asistido a un intenso proceso de formación
y constitución del sistema económico general. Estos elementos se manifestaron
con intensidad y dinamismo variable, aunque en realidad el sector agrario siguió
siendo el dominante en el conjunto de la economía regional del centro de México.
Había tomado su configuración definitiva con base en la expansión del latifundio
y la proliferación de ranchos que se extendían entre los pueblos de indios y las
tierras de comunidad, después de ese largo proceso de despoblación indígena que
hizo posible, entre otras cosas, el acceso de españoles y criollos a las tierras
antes ocupadas por las comunidades.
Concretamente en el valle de México, si bien los títulos de las haciendas
muestran que los virreyes realizaron las concesiones originales a partir de
tamaños relativamente pequeños, la población española, por su lado, empezó a
comprar tierras aledañas y a dar el perfil definitivo que tuvo la propiedad
agraria a finales del periodo colonial. En general, se calcula que alrededor de
160 haciendas surgieron en el valle en este lapso, mientras que para el valle de
Toluca se contabilizaban alrededor de 84 haciendas y ranchos, de acuerdo con la
información de los registros del diezmo; sin embargo, para toda la Intendencia
de México se calcula que en 1810 existieron 821 haciendas, 864 ranchos pequeños
y 57 estancias.
En el caso del valle de México, las haciendas tendían a ubicarse alrededor de
las laderas del valle, fuera de la región lacustre, pues estaban distribuidas
equitativamente en la zona de Chalco y en los lados este y oeste del valle, y
casi no existían en la jurisdicción de Xochimilco. Por otro lado, el número
relativamente pequeño que se observa hacía el norte de Zumpango y Xaltocan era
consecuencia de la extensión considerable de las haciendas jesuitas de Xalpa,
Santa Lucía y San Xavier.
De todas maneras, las haciendas de ambos valles se orientaron al
abastecimiento del mercado de la ciudad de México y fueron la base de la
oligarquía concentrada en la capital, aunque también la población minera y la
provincial absorbió, secundariamente, una parte de la producción hacendaria,
además de los propios trabajadores de las haciendas. En general, las haciendas
de los valles centrales combinaron la producción de cereales con la cría de
ganado y la producción de pulque, muchas veces creando complejos socioeconómicos
amplios. Su funcionamiento estuvo a cargo de los mayordomos o arrendatarios,
quienes tenían contacto con los indígenas y no con los hacendados que fungieron
como empresarios, financieros aislados de la sociedad indígena por su riqueza,
gusto, costumbres, preferencia y cultura.
En la base, en cambio, los trabajadores de la hacienda mantenían un estatus
cambiante de acuerdo con la actividad productiva predominante. Por ello hubo
trabajadores fijos y permanentes y otros movibles o temporales, para quienes la
hacienda fue una alternativa menos coactiva en relación con lo que habían sido o
eran la esclavitud, la encomienda, el repartimiento o los obrajes. De hecho, la
hacienda, según Gibson, no tuvo necesidad de poner en práctica mecanismos de
presión, pues su propia expansión y desarrollo ofreció soluciones a la
incorporación de trabajadores que eran difíciles de encontrar en otras partes,
ya que a fin de cuentas


    la hacienda significaba una vivienda y un modo de vida. En condiciones que permitían sólo pequeños márgenes entre el ingreso y el sustento, la hacienda era una institución de crédito que permitía a los indígenas retrasarse libremente en sus obligaciones financieras sin perder su empleo ni incurrir en castigos.


Estas ventajas, por otra parte, parecen explicar el desarrollo extensivo del
peonaje, la multiplicación de rancherías e incluso de pueblos en los límites de
la hacienda y, además, la casi total ausencia de levantamientos indígenas en
contra de aquélla. A su vez, las haciendas fueron una fuente adicional de
ingresos para la gente de los pueblos cercanos, dado que proporcionaban empleo
temporal a trabajadores necesitados de dinero y, para muchos indígenas que
habían perdido sus tierras, fue una opción frente al hambre, el vagabundeo o el
abandono de sus familias.
En general, las haciendas de los valles centrales de México no estuvieron
alejadas de la dinámica que presentó la propiedad agraria de otros espacios del
país. Según Chevalier, es indudable que la hacienda tradicional del siglo XVII y
de la primera mitad del XVIII se transformó profundamente al final del periodo
colonial, al menos en las partes más ricas y pobladas, debido, particularmente,
al incremento rápido de la población, a la existencia de intercambios más
dinámicos y al papel desempeñado por un Estado central más fuerte. Con todo,
Revillagigedo atestiguaba que la "mala repartición de las tierras es todavía un
obstáculo al progreso de la agricultura y del comercio en estos reinos".
En el conjunto de las haciendas que funcionaron en los valles de México y
Toluca se destacan las que fueron propiedad de la Compañía de Jesús. Del total
de haciendas que se registran como propiedad de esta orden, 50% se ubicó en el
territorio que actualmente corresponde al Estado de México. En general, la forma
en que los jesuitas adquirieron sus riquezas fue muy variada, destacándose
particularmente las donaciones de tierra a través del sistema de mercedes reales
o por concesiones dadas por los cabildos; luego las donaciones que hicieron los
grandes hacendados; también figura la adquisición de tierras mediante el
conocido sistema de las composiciones; por herencia y compra-venta o litigios y,
finalmente, las donaciones que de sus tierras y sus bienes hicieron los clérigos
o miembros de la Compañía.
Al momento de su expatriación, ocurrida en 1767, la Compañía de Jesús
detentaba en el arzobispado de México la propiedad de 40 haciendas, 53 en el
obispado de Puebla, dos en el de Oaxaca, 13 en el de Valladolid (Michoacán),
tres en el de Guadalajara y 10 en el de Durango. En total fueron 121 las
haciendas de su propiedad, de las cuales 20 se ubicaron en los valles de México
y Toluca, que fueron destinadas a una serie de cultivos y producciones que, a
diferencia de las otras órdenes, estuvieron orientadas al incremento de sus
propios latifundios, al desarrollo de sus rentas, al incremento de sus capitales
y, en general, a la multiplicación de sus recursos con el objeto de consolidar
su prestigio y sostener sus colegios y misiones.
Algunas de las haciendas jesuitas tenían grandes extensiones de terrenos,
como Santa Lucía, que llegó a reunir aproximadamente 150 000 hectáreas y se
extendió por lo que actualmente son los estados de Hidalgo, México y Guerrero;
en tanto, La Gavia se extendía a lo largo de 179 826 hectáreas y las de Xalpa y
Temoaya sobrepasaron las 14 000. Toda esta gran extensión en general estuvo
sometida a un planificado y racionalizado sistema de explotación que tomó en
consideración el tipo y clima de la propiedad, el mejoramiento de técnicas y la
renovación de los instrumentos de trabajo.
Más allá de la consolidación y extensión del latifundio jesuita, la dinámica
general que siguió la hacienda mexiquense en el siglo XVIII es de constante
movimiento y penetración en las tierras de los pueblos indígenas, a la vez que
su funcionamiento inducía a éstos a trabajar en ella, incorporándolos como
gañanes. De esta forma, en el siglo XVIII las mercedes virreinales y las
disputas legales sobre la posesión de las tierras fueron las que determinaron
los límites de la mayoría de la propiedad indígena privada. Así, un cacique o
principal que hubiera disfrutado de un título virreinal formal o que poseyera
una decisión a su favor por parte de la Audiencia, tenía la posesión legal
similar a la de cualquier propietario blanco. Consecuentemente, el origen
indígena de las tierras del cacicazgo dejó de tener vigencia y cayeron éstas de
manera directa en el ámbito del derecho español. Al finalizar el periodo
colonial, los caciques y los propietarios españoles podían ser mestizos y sus
intereses en relación con las comunidades muy semejantes. Por ejemplo, el
cacicazgo de Alva Cortés en Teotihuacan y el de Páez de Mendoza en Amecameca se
convirtieron en posesiones diferentes de las haciendas españolas sólo por su
origen, pero eran semejantes en relación con el acceso al mercado, en la renta
de tierras a gente de otros lugares y en los pleitos con las comunidades;
asimismo, heredaban sus posesiones a sus descendientes.
En resumen, toda la historia de las relaciones establecidas entre haciendas y
comunidades indígenas se caracterizó por un continuo intercambio de presiones y
contrapresiones, que a la larga fue ventajoso para los hacendados. Al menos en
el valle de México, los indígenas trataban de defender en su beneficio los
límites de sus pueblos construyendo al final o al filo de éstos sus viviendas
temporales, logrando el beneficio de las 500 y luego 600 varas adicionales de
tierras que debían adjudicarse a partir de la última casa del pueblo; sin
embargo, esta protección fue suprimida por la oposición de los hacendados que
presionaron para que las 600 varas se midieran desde el centro del pueblo. De
hecho, en el siglo XVIII este territorio adicional se extinguió.
Así, la vida del poblador mexiquense de los valles de México y de Toluca se
caracterizó por una organización inserta en el entorno rural como soporte del
abastecimiento de la capital, los centros mineros y las poblaciones menores de
ambos valles. De sus tierras —cualquiera que haya sido su sistema de
organización de la propiedad— salieron productos fundamentales en la dieta del
hombre de la meseta central. El maíz, sin duda, fue el producto más importante
de la agricultura. Por ello se decía que en verdad los "indios comían bien
cuando el maíz era abundante y se morían de hambre cuando el maíz era escaso".
Por ejemplo, la severa helada de 1785 desató una de las crisis más desastrosas
en toda la historia de la agricultura colonial, al producir una aguda escasez al
año siguiente y hacer subir los precios del maíz hasta niveles nunca vistos:




    el comercio indígena declinó, así como la manufactura y el trabajo. La decadencia afectó las ofertas y elevó los precios de la carne, el trigo y los frijoles [...]. Los indios comían raíces y hierbas en 1786 y vendieron sus animales y otras posesiones. El hambre vino aparejada con la enfermedad. Con la agricultura en crisis, la población indígena vagaba por el campo, moría en los caminos y huía a México en busca de un modo de ganarse la vida y el sustento.



Pero cuando los tiempos eran buenos, la extensión de las siembras y su
cosecha no era despreciable. Según Humboldt, sólo el valle de Toluca cosechaba
al año más de 600 000 fanegas a lo largo de 30 leguas cuadradas, en una
proporción que se calculaba en 150 por uno.
También fue importante la producción de pulque en la región de los valles de
México y Toluca, aunque más en el primero que en el segundo. Los centros
encargados de su elaboración en el siglo XVII se extendían a través de las
regiones secas del norte, particularmente en Tequisquiac, Acolman, Chiconautla,
Tecamac, Ecatepec, Jaltocan, Teotihuacan, Tequisistlán y Tepexpan, aunque
también se producía en las zonas fértiles alrededor de Cuautitlán y Otumba, así
como en las comunidades situadas hacía el sur, como Chalco, Tlalmanalco,
Amecameca y Xochimilco. Cuautitlán, especialmente, era una de las zonas más
fértiles del valle por sus suelos ricos y por su río, el cual, a fines del siglo
XVIII, se había convertido en uno de los pocos que se mantenía con corriente y
no se secaba durante el invierno. Esta característica física determinó que la
producción del pulque se haya organizado como empresa con base en sus grandes
utilidades y no como fruto de la erosión y aridez del suelo que padecían otros
lugares. Por esta razón los mercados de Cuautitlán frecuentemente eran
transitados por una gran cantidad de comerciantes, viajeros, muleros y otros
agentes encargados del abastecimiento de las zonas mineras y rancheras del
norte.
Por otra parte, los indígenas también cultivaron el frijol, la chía, el
huautli
(una especie de amaranto), el chile, la cebada y el tomate. Las
habas se adoptaron de los españoles, así como la col, las alcachofas, la lechuga
y los rábanos. A éstos se sumaron el nopal, las aceitunas y los productos no
agrícolas, dada la abundancia de recursos. En el valle de México la sal, la
pesca, la caza y la cría de animales fueron fundamentales; asimismo el consumo
de bebidas no tóxicas, como el cacao. La producción de carne, en el valle de
Toluca, ocupó un lugar importante, y para mediados del siglo XVIII se había
intensificado, especialmente en torno a los productos que se obtenían del ganado
de cerda, de los cuales se decía al terminar el período colonial "que eran muy
estimados" y que las dos clases de cerdo que se conocían —traídas de Filipinas y
Europa— " se han multiplicado muchísimo en el altiplano central, en donde en el
valle de Toluca hacen un comercio de jamones muy lucrativo".
En general puede apuntarse que el cultivo y abastecimiento de los productos
agrícolas, los usos tradicionales y las innovaciones marcaron gran parte de la
relación entre el sector español y el indígena. En este movimiento las
instituciones españolas se extendieron de manera dominante y absorbieron las
formas de producción indígena, cuya agricultura tradicional persistió en la
medida en que las comunidades pudieron conservar sus tierras; éstas, sobre todo
las más fértiles y productivas, eran precisamente las tierras que más gustaban a
los españoles, por lo cual su ocupación fue la que marcó los cambios más
importantes que repercutieron directamente en la producción indígena.
Pero si bien el espacio mexiquense, tan amplio y heterogéneo, fue
predominantemente agrícola y ganadero hasta constituirse en uno de los
abastecedores más importantes de los centros mineros del norte, tampoco careció
de minas, que se ubicaron en el sur del actual Estado de México, aunque en el
siglo XVIII habían perdido la pujanza que originalmente tuvieron en el siglo
XVI. Con todo, a fines del mismo siglo se decía que si bien la gente de
Temascaltepec y Sultepec —como de Metepec y Malinalco— "se aplican regularmente
al oficio de arrieros [...] la mayor parte son mineros de plata que producen
bastante utilidad". Tal vez por esto en 1788-1789 los centros mineros
mexíquenses ocupaban el cuarto lugar en la producción de plata quintada, con 1
055 000 marcos, después de Guanajuato, que producía para entonces 2 469 000, San
Luis Potosí 1 515 000 y Zacatecas 1 205 000; pero siempre sobre Durango, que
llegaba a 922 000; Rosario, 668 000; Guadalajara, 509 000; Pachuca, 455 000;
Bolaños, 364 000; Sombrerete, 320 000, y Zimapan, 248 000.
Al despuntar el siglo XIX los centros mineros de Taxco y Temascaltepec
—además de Copala— no parecen atravesar por una buena situación, al parecer no
sólo por el agotamiento de sus yacimientos, sino por la falta de mercurio,
monopolizado por los mineros de Guanajuato y Real del Monte, al decir de
Humboldt.
El sector textil, por su parte, revelaba los desajustes de la presión
poblacional sobre los recursos naturales y ofrecía al poblador mexiquense una
alternativa para su subsistencia en varios puntos o zonas de su amplio y diverso
mundo, atraídos principalmente por el crecimiento del gran mercado de las
provincias internas y de su propio mercado.
Antes del siglo XVIII Texcoco fue uno de los centros textiles más afamados en
la producción de tejidos de algodón y lana, primero en torno a los obrajes, que
se extinguieron a principios del siglo XVIII, y luego mediante el sistema
doméstico.
Más tarde, en 1740, Villaseñor y Sánchez advertía que "Texcoco, que antes y
después de la Conquista se mantuvo en la opulencia, hoy se halla exterminado por
falta de comercio". Sólo dos pueblos de su jurisdicción trabajaban tejidos de
lana: Chiconcuac y San Salvador Atenco. Para 1780 lo único que quedaba eran
tejedores de algodón que entregaban su producción a las tiendas de la ciudad,
"exigiendo un peso del tendero por su manufactura, puesto que él les
suministraba el hilado", para las piezas de algodón.
Como en otros lugares del país, la producción estaba articulada por los
comerciantes. El tendero entregaba el hilado al tejedor por peso y le pagaba el
importe de la manufactura, que era por lo general de ocho reales. Una pequeña
parte de la producción era vendida directamente en el tianguis por algunos
tejedores, quienes para evadir el pago de la alcabala empleaban indígenas, que
estaban exentos de dicho impuesto.
De esta manera, tanto el tejedor del campo como el de la ciudad se acogían a
un trabajo complementario para poder subsistir cuando los ciclos agrícolas lo
permitían, en el primer caso, y como un trabajo principal, y de características
urbanas, en el segundo. A estas modalidades se añadía la producción obrajera ya
mencionada y la originada en el interior de la comunidad indígena para su
autoconsumo. Sin embargo, no sólo fueron los oficios textiles los que ocuparon
la atención del mexiquense de entonces; toda una gama de artesanías caracterizó
su actividad, entre la que destacó el trabajo de la cerámica que hasta la
actualidad ha sobrevivido y se ha multiplicado.


La población y la sociedad







Parecen claras las tendencias generales que caracterizaron la evolución de la
población indígena durante el periodo colonial. Manuel Miño Grijalva destaca, en
primer lugar, una disminución acelerada de la población indígena frente al
choque de la Conquista; en segundo lugar, que entre 1540 y 1570 el movimiento
descendente disminuyó para, ulteriormente, en tercer lugar, reiniciar un rápido
descenso en lo que queda del siglo XVI y primera mitad del XVII, cuando cae a
sus niveles más bajos. Creemos, sin embargo, que estas estimaciones, como las
siguientes, deben ser tomadas con reserva y precaución hasta que nuevas
investigaciones de carácter local y regional arrojen resultados más seguros y
confiables.
José Miranda, por su parte, concuerda en términos generales con las
tendencias observadas por Borah, Cook y Simpson, de que al menos en el siglo
XVII "el desenvolvimiento podía ser representado por una curva que empieza con
dos millones de indígenas en los primeros años del siglo, desciende luego a un
millón y medio y, en las postrimerías, se remonta otra vez a dos millones", pero
difiere en el tiempo en que se produce el inicio de la recuperación poblacional,
que los ubica "dos o tres décadas" antes de 1650, entre los decenios de 1620 o
1630, de acuerdo con lo que muestran los registros de "las liquidaciones de
medio real" que los indios pagaban para la construcción de la catedral. Sus
cómputos globales indican que en la década de 1640 el obispado de México
registra una población de 57 751 habitantes y para las postrimerías del mismo
siglo ésta sube a 76 626, lo que implica una diferencia de 18 875 entre ambas
fechas, aumento que se observa también, proporcionalmente, para los obispados de
Puebla y Michoacán.
Particularmente para el valle de México, Gibson ha establecido las tendencias
que siguió la población indígena a partir de la Conquista, tiempo para el cual
estima la existencia de 1 500 000 habitantes hasta 1570, cuando cae
aproximadamente a 325 000, para luego acelerar su caída a 70 000 personas que se
registran a mediados del siglo XVII.
Durante el siglo XVIII la población indígena continúa creciendo con lentitud,
a pesar de problemas transitorios como la plaga de 1736, cuyos efectos se
sintieron hasta 1739. De todas maneras, los cálculos y estimaciones de que se
disponen en 1742 muestran un incremento que tomaría mayor dinamismo en la
segunda parte del siglo.
Posiblemente este movimiento tenga varías explicaciones, que van desde la
migración de un centro a otro con el fin de evadir la carga tributaria hasta el
hecho de que varias de las jurisdicciones señaladas presentaban mejor
oportunidad de elevar el nivel de vida, sin dejar de lado las consideraciones de
tipo ecológico.
Al final del periodo colonial los habitantes catalogados como indígenas
llegaron a representar casi 90% de la población total. Este crecimiento, por
otro lado, contribuyó a que durante el siglo XVIII proliferaran tensiones
agrarias,
pues la transferencia de tierras continuó en favor del grupo
español a costa de las comunidades. De esta manera, las disputas se extendieron
entre hacendados y pueblos o entre los mismos pueblos, e incluso entre los
residentes de una misma comunidad.
Todo el proceso y crecimiento anotado en los párrafos anteriores muestra el
movimiento general por el que atravesaba la población de la Intendencia de
México y de todo el reino, pues para 1793 la primera contaba con 1 162 856
habitantes; en 1803 con 1 511 900 y, para 1810, subió a 1 591 844 —según
Humboldt y Navarro y Noriega—, años durante los cuales la población de toda la
Nueva España pasó de 4 833 569 habitantes estimados en 1793 a 6 122 354 en
1810.
Por su parte, la formación de la estructura social durante la época colonial
atravesó por un intenso movimiento en el que participaron grupos de la más
diversa procedencia a partir del proceso de conquista, aunque en distintas
proporciones y de acuerdo con las características propias de cada región. En el
conjunto del espacio colonial, las áreas nucleares que mantenían la más alta
población aborigen, al momento de producirse la Conquista española, seguían
conservando en el siglo XVIII una clara mayoría de indígenas entre la población
total, nivel que alcanzó un promedio de 60 y 75% en Perú, Guatemala y la Nueva
España, aunque hubo áreas en las cuales al finalizar el siglo XVIII los
indígenas representaban hasta 92% o más de la población total. Para el caso
novohispano parece seguro ahora que las regiones bajo el dominio azteca
mantenían un fuerte carácter indio; que en el territorio de la Nueva Galicia y
el que correspondió a los tarascos, los indios y los no indios participaban de
un porcentaje similar, y que la franja hacia el norte, que fuera colonizada
después de la Conquista, poseía un conglomerado racial en el que los indios
estaban escasamente representados. Sin embargo, en México existieron claras
diferencias dentro y entre las distintas unidades geográficas menores, como las
jurisdicciones, las parroquias y los pueblos.
John Tutino muestra también que los centros regionales de los valles de
México y Toluca fueron dominados por oligarquías locales de españoles,
compuestas por comerciantes, agricultores, oficiales reales y clérigos, quienes
desempeñaban múltiples papeles simultáneamente y que a la larga fueron parte
importante en la producción de alimentos para el abasto del mercado provincial.
Canalizaron el comercio entre la capital y las provincias y sirvieron como parte
de la burocracia colonial en sus funciones, que abarcaban desde el ámbito
judicial hasta el eclesiástico, lo cual los distinguió como mediadores entre el
poder colonial con base en la ciudad de México y el resto de la provincia. En
este contexto puede asegurarse que la combinación de actividades comerciales y
agrarias, basadas en un capital recientemente adquirido en el comercio y
trasladado hacia la propiedad de la tierra, tipifica al hombre del centro de
México; estos rasgos, por otro lado, muestran que la posición socioeconómica de
éste, en muchos aspectos, fue una réplica de lo que sucedía con las élites de la
capital, cuyo poder nunca estuvo alejado del hombre de provincia en estas zonas,
tal vez porque la ciudad de México concentró la riqueza originada en la
provincia sin que se produjera un proceso de reinversión y acumulación. Muchas
veces ocurrió que las fortunas adquiridas en provincia pasaban a la capital al
fusionarse familias o simplemente al trasladarse aquéllas hacia México. Calcula
Tutino que la riqueza acumulada por los prominentes hombres de provincia estuvo,
en lo que se refiere a la propiedad agraria, por debajo de los 40 000 pesos y en
su mayoría fluctuó entre 10 000 y 20 000. En general, su patrimonio tuvo un
valor de 20 000 a 100 000 pesos, cifras mucho más bajas que aquellas que se
conocen para la élite de la ciudad de México, pues sus haciendas raramente
fueron valuadas por debajo de 50 000 pesos.
El sector español ubicado en la ciudad de México representaba poco menos de
50% del total, mientras que el grupo de mestizos, mulatos e indios, al
contrario, se encontraba fuera de la capital o esparcido en los demás pueblos y
rancherías de la Intendencia. Del total de esta población, la distribución de
edad muestra una concentración en los grupos de cero a siete años hasta el de 26
a 40, promedio de vida después del cual parece acortarse, pues la proporción
marcada decrece en 200% entre la población mayor de 41 y menor de 40.
En conjunto, como ocurrió en los demás casos de españoles residentes en el
país, se puede generalizar el hecho de que en Toluca más de la mitad de los
inmigrantes se dedicaba al comercio; 10 o 15% eran empleados por la Corona y el
resto trabajaba en la agricultura o la minería. Ni las profesiones ni las
artesanías les resultaban atractivas.
En general, la estructura social de los pueblos que habitaban los valles de
México y Toluca estaba dominada por el grupo indígena, aunque Gibson observa que
las zonas caracterizadas por la presencia aborigen tenían también la población
más numerosa de no indios y que la mezcla étnica era mayor en la ciudad de
México y en los pueblos o haciendas más grandes que en las pequeñas y en el
campo. Por otra parte, parece claro que entre todos los cambios sociales que se
suscitaron durante el periodo colonial, el más importante fue el avance del
mestizaje, que se observa particularmente en el siglo XVIII y que alcanzó
grandes proporciones, tanto en su número como en su complejidad. Esta situación
produjo una marcada verticalidad y jerarquización de la sociedad colonial, pues
el grupo español y criollo aristocrático estableció una drástica diferenciación
en relación con los otros grupos, que para entonces también habían crecido y su
presión era mayor que en los primeros tiempos de la vida colonial.
Sobre las funciones socioeconómicas que desempeñaron los diferentes grupos
sociorraciales, sólo parece estar claro que los peninsulares y criollos se
reservaron las funciones aristocráticas, dejando las otras tareas a los
"plebeyos"; aunque también se advierten indicios de que los peninsulares
fungieron como burócratas y comerciantes por excelencia; los criollos como
grandes terratenientes; los mestizos como artesanos, tenderos y arrendatarios;
los mulatos como trabajadores manuales urbanos y, finalmente, el grupo indígena
adscrito a la comunidad fue la mano de obra destinada a diferentes tipos de
trabajo no calificado y pesado. Estas funciones, sin embargo, no se dieron de
una manera tan rígida variaron de región en región, pues en lo que actualmente
constituye el Estado de México, por ejemplo, la presencia de negros y mulatos
representó un número mínimo en relación con el amplio sector indígena.
En general, la sociedad de los valles de Toluca y de México estuvo compuesta
por los dos grupos culturales básicos de españoles e indígenas, aunque a lo
largo del periodo colonial se incorporó un creciente y amplio sector de
mestizos. Sin embargo, a pesar de que por su número eran inferiores, los
españoles dominaron la situación política y económica, mientras se expandían
social y culturalmente. La mayoría indígena, en cambio, permanecía vinculada a
la comunidad, guardando a través del tiempo una cohesión cultural muy estable.
El sector mestizo, por su parte, se identificó con el grupo español, aunque en
general fue incluido entre los niveles más bajos de la sociedad colonial.
Una de las características particulares de la vida económica y social de los
valles centrales fue la articulación de un número grande de pueblos y ciudades a
la capital. En los centros cuya población oscilaba entre los 2 000 y los 10 000
habitantes, tales como Toluca, Taxco, Otumba, Chalco y otros, el papel
desempeñado por la justicia provincial frecuentemente significó el pivote del
comercio regional, articulándose, de esta manera, justicia- comercio en un mismo
agente. En el siglo XVIII, cuando la economía entró en una nueva fase de rápida
expansión con la nueva alza de la producción de plata, la combinación entre
expansión comercial y crecimiento de la población produjo nuevas presiones en
las relaciones comerciales, aunque sin llegar a la violencia generada por la
pobreza rural.
Por otra parte, el funcionamiento de la sociedad colonial implicó que los
indígenas, aunque eran considerados legalmente superiores a los mestizos, y en
especial a los africanos, ocuparan una posición social inferior, pues las castas
hablaban español y de éstas salieron criados, esclavos o asalariados del grupo
español, hecho que los hacía aparecer, "a los ojos de los indígenas, como
reflejos de la autoridad de sus amos", pues incluso el cacicazgo legítimo al
finalizar el periodo colonial tenía poco significado. Humboldt, a principios del
siglo XIX, hacía notar que los caciques apenas se distinguían en esa época de la
masa de la población indígena en su modo de vida y en sus bienes, contrariamente
a lo que parece haber ocurrido en los primeros tiempos.


La vida cultural







Llegada la Conquista española, el territorio del actual Estado de México fue
sometido. Sus tierras alimentaron al nuevo amo, y los niños aprendieron una
nueva fe, nuevos sonidos musicales y otra lengua, materias que solía enseñarles
fray Martín de Valencia al pie del cerro Amaqueme, santuario de sus antiguos
dioses, en donde se levantaría el flamante templo de la nueva y única deidad
encarnada en el hijo.
En Texcoco existieron las mejores escuelas donde se enseñaba el náhuatl. Esta
tradición cultural continuó con la escuela para niños indígenas fundada en 1523
por fray Pedro de Gante. Allí dibujó con jeroglíficos las primeras oraciones
cristianas para los indios. Mientras tanto, la llegada de nuevas órdenes
religiosas significaría la incorporación de nuevas formas de arte que se
plasmaron en sus conventos e iglesias, en combinación con las antiguas y propias
maneras de percibir la belleza. Así nació una expresión mestiza, que algunos
autores han llamado tequitqui, síntesis estética de ambas culturas.
Pinturas o esculturas en piedra, barro o madera son una expresión clara de ello.
La diversidad es magnífica en tierras mexiquenses: Acolman muestra una
suntuosidad plateresca poco común en el siglo XVI. Tepozotlán se convertiría,
tiempo más tarde, en uno de los ejemplos barrocos más impresionantes de la Nueva
España. Allí los jesuitas desarrollaron desde época temprana una labor intensa
que combinaba la evangelización con la enseñanza a los grupos indígenas de la
región, trabajo en el que destacó el cura mexiquense Juan de Tovar. Para
fortalecer esta tarea se creó el seminario de indios San Martín, que funcionó
hasta 1767.
Poco a poco toda esta serie de esfuerzos que se realizaron en el primer siglo
de conquista produjeron sus frutos en el siguiente, aunque éstos respondieron
más a un intento individual que institucional. Así, la fuerza de su talento
colocó a cuatro mexiquenses en el plano más alto de la cultura e ilustración
universal. Juan Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz, José Antonio de
Alzate y José Mariano Mociño.
En el siglo XVII brilló con luz propia sor Juana Inés de la Cruz, desde su
humilde Nepantla a la universalidad del conocimiento. Uno de sus distinguidos
críticos, Antonio Alatorre, anotaba el carácter acentuadamente masculino de la
cultura novohispana en el siglo XVII, reconociendo que el papel de la mujer
estaba aún más restringido en España y su imperio que en Francia e Italia. En la
actualidad es difícil imaginar un mundo en que la única reacción posible de una
madre, al oír que su hija tiene el deseo de entrar a la universidad, es celebrar
con risa tan descabellada idea. Sor Juana tuvo el sueño de ser hombre. Sólo que,
en ese sueño, hombre no significa individuo del sexo masculino, sino individuo
del género homo sapiens; "hombre" no en contraposición a "mujer" sino en
contraposición a "animal".
Tan consciente estaba de sí misma, tan segura de su proyecto vital, que si no
fuera por la certeza de lo realizado, sus palabras sonarían a jactancia y
exhibicionismo. La realización del sueño de ser hombre, la comprobación de que
la inteligencia y el saber no tienen sexo, exigía de ella una demostración. Sor
Juana hizo mérito del trabajo que le costó llegar a donde llegó. Sus apologistas
pensaban en el concepto teológico de la "ciencia infusa", esos conocimientos que
a veces infunde directamente el Espíritu Santo. Pero a sor Juana no le hacían
ninguna gracia esos que la veían como caso milagroso.
Todo empezó en Amecameca cuando, a los ocho años, hizo una loa en verso para
la fiesta de Corpus Christi. Vino luego la espectacular exhibición en el palacio
del virrey Mancera. Después, Juana de Asbaje fue muy admirada, y la prueba de
que esta admiración era sana, de que no se basaba sino en la excelencia de lo
escrito, está en el número de reediciones que la coloca por encima de todos sus
contemporáneos. La alabanza impresa más antigua de la poetisa es la que escribió
su ilustre contemporáneo Carlos de Sigüenza y Góngora en 1680. Lo que más le
elogia don Carlos es "su capacidad en la enciclopedia y universalidad de las
letras", o sea, la variedad de sus conocimientos.
El sueño de sor Juana fue no sólo ser hombre, abarcar los conocimientos
humanos, sino, además, brillar entre los hombres. Y es que el primer sueño



    no sólo da toda la medida de sor Juana en cuanto al arte de la palabra, sino que la materia misma de que está hecho es el sueño de su vida, el que la acompañó desde la tierna infancia: el sueño de saberlo todo, de abarcarlo todo, de ser hombre en el pleno sentido de la palabra.



En cambio, en el siglo XVIII el más distinguido fue el también mexiquense
José Antonio de Alzate (1737-1799). De acuerdo con un consenso generalizado, fue
el más prolífico científico de los criollos ilustrados. Su biografía lo describe
como un serio e importante investigador científico, cuyas obras traspasaron las
fronteras de la Nueva España. A él se deben multitud de observaciones
astronómicas, geográficas, químicas y físicas; la elaboración de mapas,
etcétera. Pero este hombre no se contentaba con guardar para sí el fruto de sus
estudios, sino que —en su posición de ilustrado y cristiano— buscaba siempre
compartir estas luces, para el bien y el progreso de la comunidad, creyendo que
con sólo decir "la verdad" abriría los ojos de sus contemporáneos. Sin
distinción de grupos trataba, a través de sus publicaciones periódicas, de
acercarse a toda clase de auditorios, redactando sus artículos en lenguaje
sencillo y comprensible. Resulta difícil mencionar todas sus obras; sin embargo,
entre las más importantes se encuentran: su Diario Literario de México; las
Observaciones sobre la física, historia natural y artes útiles, los Asuntos
varios sobre ciencias y artes, y las Gacetas de literatura.
Dirigió estas
publicaciones periódicas y escribió, como ilustrado enciclopédico que era,
multitud de artículos acerca de diversos temas sin perder la ocasión de
mencionar datos o hechos, resultantes de sus observaciones personales, que
pudieran ser útiles al lector interesado, aunque esto significara mezclar unos
temas con otros, tarea que desempeñaba a la perfección. Describía asuntos
geográficos de manera tan bella que hacía crecer la admiración por las
maravillas de la tierra mexicana, e ilustraba al observador respecto a otros
estudios semejantes elaborados en diferentes. partes del mundo. Especificaba los
aparatos utilizados y hacía comentarios de tipo histórico, económico e incluso
de temas sociales y religiosos. Mostraba a su público que el trabajo de
investigación requería de paciencia, tenacidad y, en muchos casos, de valentía;
aunque en algunas ocasiones, cuando buscaba ilustrar, se apoyaba en argumentos
de autoridades contemporáneas.
No obstante su mentalidad científica, logró mantener el equilibrio respecto a
sus creencias y valores religiosos. Su actitud nunca dejó de ser la de un
científico observador, crítico y respetuoso.
Con Alzate se levanta la figura de otro mexíquense ilustre José Mariano
Mociño. Fue el alumno más distinguido del Jardín Botánico, lo que le valió ser
estrecho colaborador de Martín de Sessé y Vicente Cervantes en las importantes
investigaciones botánicas que realizaron a finales del siglo XVIII con motivo de
la expedición patrocinada por la Corona, y coautor de varias relaciones y
catalogaciones sobre el tema. Su reconocimiento y clasificación de las
producciones naturales fue relevante. Mociño tuvo la suerte de participar en la
extraordinaria expedición botánica de 1787 a 1803 que dirigió Martín de Sessé y
Lacasta. Ésta fue una de las tres grandes expediciones americanas que organizó
el botánico Casimiro Gómez Ortega con el consentimiento de Carlos III. En dicha
expedición se recorrió todo el territorio novohispano y se clasificaron más de 4
000 especies. Como resultado de ello, se obtuvieron ricas colecciones y dos
estupendas catalogaciones tituladas Plantea novae hispaniae y Flora
mexicana.



La intendencia







Con la creación de las intendencias se intentó impulsar al gobierno
provincial como una alternativa del papel dominante que habían cumplido las
audiencias y el virrey, dotando al intendente de amplios poderes en los ramos de
justicia, guerra, hacienda y policía. De esta manera, se constituyeron
verdaderas capitales locales con una posición intermedia entre los distritos y
la ciudad de México. En su estructura y formación territorial, las intendencias
se basaron en los límites de las diócesis ya existentes y, en el fondo, fueron
las "progenitoras de los estados modernos" de México. Así, en la Nueva España se
crearon 12 intendencias en 1786: Guanajuato, México, Guadalajara, Yucatán,
Oaxaca, Durango, San Luis Potosí, Michoacán, Zacatecas, Puebla, Veracruz y
Sonora. Entre éstas, la Intendencia de México —que integraba los actuales
estados de Hidalgo, Morelos, Guerrero y México— abarcó una extensión de 116 843
km² de un total de 2 335 628 km², que se estimaron entonces para el conjunto de
intendencias y provincias de la Nueva España. Albergó a una población estimada
en 1 511 900 personas, es decir, un promedio de 12.9 personas por kilómetro
cuadrado.
Por otro lado estaba el Marquesado del Valle, parte del cual se encontraba
enclavado en el interior de la Intendencia de México. Después de varios y largos
pleitos, en 1707 la Corona embargó las rentas del Marquesado a los descendientes
de Cortés por la participación de éstos en contra de España y en favor de
Austria; no obstante, fue restituido en 1726 y vuelto a embargar en 1734,
también por problemas políticos, aunque este secuestro sólo duró poco tiempo.
Luego, en 1809, por su colaboración con los franceses, el gobierno nacional
español ordenó la confiscación del Marquesado, orden que se suprimió en 1816
sólo para recuperar el derecho a cobrar las rentas de las empresas y los censos
de su estado. Al terminar el periodo colonial, en la Intendencia de México sólo
quedaban las plazas de Toluca, el ingenio de San Antonio Atlacomulco, el palacio
de Cuernavaca y la casa del corregidor en la primera de las ciudades
mencionadas. A esto hay que añadir la pensión que pagaban los abastecedores de
carne de Cuernavaca y Toluca, además de otros bienes y rentas ubicados en otras
partes del país. Parece claro que en su agitada vida, el Marquesado estuvo
sujeto a vaivenes impuestos principalmente por la relación de los descendientes
de Cortés con la Corona. Con la creación del sistema de intendencias, al
Marquesado se le respetó su independencia y las reformas en nada alteraron su
existencia.
A pesar de los problemas que en el conjunto colonial se presentaron para la
ejecución del Plan Borbónico, particularmente entre 1786-1804 por la aparición
de graves crisis agrícolas, epidemias o guerras internacionales; las reformas
alcanzaron su doble objetivo que fue el incremento de la aportación económica de
la Colonia a la metrópoli, por una parte, y por otra, acentuaron la dependencia
de ésta. En el interior, no obstante, esas reformas produjeron resultados
imprevisibles, ya que el golpe y sangría que sufrió la Colonia con el nuevo
sistema fiscal y mercantil, así como el que sufrió la Iglesia con la cédula de
enajenación de los capitales de capellanías y obras pías, repercutió
sensiblemente en la propiedad agraria, dada la extensión y alcance de las
hipotecas que gravaban gran parte de haciendas y ranchos. En el plano social,
parece que también fue generalizado el hecho de que un amplio sector de la clase
media criolla había sido constantemente relegado en el control y manejo de los
asuntos civiles y eclesiástícos. Por su parte, el sector más bajo del pueblo,
compuesto por indios y castas, había llegado a un estado pobre y miserable
agravado por epidemias y crisis agrícolas fuertes. De esta manera, frente a la
perspectiva reformista de los criollos de la oligarquía y de la clase media, la
degradación de la plebe miserable pronosticaba otra eventualidad de cambio mucho
más amenazadora.
Por otra parte, todo el movimiento de alza de los niveles de la población
significó en la realidad que, desde fines del siglo XVII y durante todo el
siguiente, se incrementaran también las tensiones en el interior de las
comunidades o de los pueblos de indios debido principalmente a la carencia de
tierras, pues, como lo muestra Gibson, todas las tierras de "repartimiento"
habían sido ya distribuidas, por una parte, y, por la otra, las haciendas se
habían extendido a lo largo de las de comunidad. Ante la falta de tierras,
familias enteras carecían de ellas para su subsistencia; otras arrendaban a las
haciendas vecinas; muchas vivían juntas en cada casa y, cuando la situación era
desesperante, "huían al monte improductivo", donde vivían "sin ley ni rey". Así,
a fines del periodo colonial, comunidades enteras carecían de tierras, con
excepción de sus propias casas. A esto vino a sumarse el hecho de que para el
mismo período también habían crecido los sectores de mestizos y castas que
presionaban y, cuando podían, se apropiaban de las tierras comunales, al menos
en el centro de México.
De esta manera, desprotegidos de la seguridad que podía proporcionales la
hacienda, los pueblos de indios se convirtieron en gran potencial para un
levantamiento. Las crisis agrarias, la crisis de la minería regional que
atravesaba por momentos difíciles y el peso de la tributación sólo vinieron a
agravar las tensiones provocadas por el crecimiento de la población en el
interior de los pueblos. Se había agudizado la dificultad de encontrar una
alternativa en la agricultura. El desempleo de gran parte de sus pobladores
determinó que en ciertos momentos, como los de 1810, fueran presa fácil del
movimiento revolucionario.

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