Lo fundamental de las reformas
Rolando Cordera Campos
En realidad, lo que parece indispensable es cambiar el lenguaje, la
retórica y los términos de la ecuación que ha gobernado nuestro mal desarrollo.
Sin empleo bueno y seguro, bien remunerado y con expectativas de mejora,
difícilmente puede pensarse en una vida colectiva alentadora, donde la
convivencia siempre difícil pueda traducirse en cooperación social y democracia
política incluyentes, indispensables para la estabilidad y la expansión
productiva.
En el mundo de la posguerra, ésta era una verdad de Perogrullo que muchos
países avanzados creyeron convertida en realidad inmutable, hasta que llegó la
tormenta financiera y con ella una recesión económica larga y profunda,
socialmente agresiva. Antes, se impuso la negación de la sociedad como forma de
gobierno, a que se abocaron el presidente Reagan y la primera ministra Thatcher,
además de consentir al criminal Pinochet y exaltar sus victorias sobre el
enemigo de la organización popular y la transformación social a través de la
democracia que proclamaba Salvador Allende.Hoy, en buena parte del planeta, la cuestión central vuelve a ser la del empleo y su protección; es decir, la afirmación de la existencia de la sociedad como principio humano que sólo puede realizarse en el marco de expansión y defensa de los derechos fundamentales. Es muy probable que sea en torno a esa cuestión que vayan a definirse los perfiles de la democracia futura o, tal vez, el propio futuro de la democracia que para muchos, en Estados Unidos, el Reino Unido o España, es vista como un estorbo que hay que remover para
hacer las reformas que tanto se necesitan.
Nosotros no somos ajenos a este desafío. Más de la mitad de los trabajadores empleados son informales, carecen de seguridad social y sanitaria y, en su mayoría, obtienen ingresos precarios y bajos. Junto con ellos, una alta proporción de los que se registran como trabajadores protegidos no gana más allá de los tres o cuatro salarios mínimos, lo que obliga a los núcleos familiares a formas de supervivencia basadas en la explotación desmedida del trabajo de todos los miembros del hogar, niños y viejos, hombres y mujeres. La mala educación que tanto nos angustia en estos días, encuentra aquí una de sus fuentes primigenias.
Hoy resulta difícil, si no es que imposible, probar que esta situación tiene algo que ver con la falta de las dichosas reformas. Tampoco es sencillo demostrar que haciéndolas dicha situación vaya a cambiar para bien y pronto. Los arreglos hechos en el pasado para implantar las reformas iniciales trajeron consigo muchos cambios pero no en lo principal, que tiene que ver con la ocupación de la gente, su debida protección y la creación de espacios adecuados para la formación de los jóvenes y la recreación de todos.
Más bien, lo que se impuso en el Estado pero también en influyentes capas de la sociedad civil fue la mala costumbre de insistir en que nuestros males sociales presentes deben ser entendidos como los costos que hay que pagar para que las reformas den los resultados esperados, por lo que hay que tener paciencia y admitir que, quienes postulan esta peculiar ruta reformista, saben lo que hacen y están imbuidos de buena fe y comprometidos con el logro de los resultados prometidos, no con otros que forman parte de la agenda escondida del cambio. Así, frente a las sinrazones múltiples que acosan al discurso reformista de mercado, que es al parecer el que hoy busca reflotar el gobierno, se pide fe y se convierte en virtud el despropósito de Margaret Thatcher: no hay alternativa.
Sin embargo, el tiempo pasa y el país lleva más de una generación viviendo la
secuela de las reformas, asistiendo al empobrecimiento de amplias capas de la
población, el mantenimiento de la desigualdad y la irrupción de una violencia
bárbara que amenaza contaminar al conjunto de nuestra vida en sociedad. Un
triángulo que gira a la vista de todos y arrincona las expectativas provenientes
del cambio de signo de la opinión foránea.
Sin desconocer que algunas de estas reformas puedan tener méritos específicos, urge asumir que el tiempo no sólo pasa sino que, socialmente hablando, ya pasó. Por ello, es imprescindible realizar un inventario a fondo y con detalle de la reformitis en que se incurrió, hecho a la luz pública, en el Congreso y en el Ejecutivo, antes de embarcarnos en otra ronda de reformas que, más allá de agravar la situación política y social al agudizar la polarización, puede incluso bloquear los frutos económicos que supuestamente las justifican. También, podrían producir el efecto indeseable de que, al final de la partida, se volviera a echar al niño junto con el agua sucia de la bañera, como se hizo con la primera reforma neoliberal, al teñir por igual a reformas indispensables y promisorias, como la educativa o la de los medios, o la política que podría venir, con las que poco tienen que ver con la agenda del desarrollo económico y social de México, como una reforma fiscal centrada en el IVA o una energética abocada a privatizar la explotación del petróleo.
Quizá haya que insistir en regresar a lo fundamental, para encontrar la argamasa que nos permita trabajar juntos en pos de un progreso social creíble y tangible. Y lo fundamental sigue en el mal empleo y la peor ocupación, el ingreso que no alcanza y la educación que no ilustra ni forma carácter, mucho menos conforma destrezas duraderas. Todo, en un contexto de crecimiento económico del todo insuficiente para encarar el reto primordial del cambio demográfico encarnado en los jóvenes.
De esto y más tiene que encargarse abiertamente el Estado, porque ahí se juega el otro aspecto fundamental de nuestro presente que es la legitimidad de la democracia. Sin ésta, no habrá confianza ni las nuevas expectativas podrán mantenerse.
Volver a lo básico no es regresar a un mercado imaginario, que nunca existió, sino reconocer que lo importante es el factor humano y su situación material e intelectual y que, por lo pronto, no la hemos hecho bien en esos planos. A pesar de lo mucho empeñado y emprendido.
Reconocerlo, sería un buen principio para la reforma que, esa sí, tanto necesitamos: la reforma intelectual y moral de la sociedad y de sus jerarquías en el Estado, la empresa y la cultura. Iniciaríamos un reformismo histórico a la vez que pragmático, como el de Roosevelt y Cárdenas, alejado de la ilusión nefasta y destructiva, distópica, de Reagan y Thatcher.
Sin desconocer que algunas de estas reformas puedan tener méritos específicos, urge asumir que el tiempo no sólo pasa sino que, socialmente hablando, ya pasó. Por ello, es imprescindible realizar un inventario a fondo y con detalle de la reformitis en que se incurrió, hecho a la luz pública, en el Congreso y en el Ejecutivo, antes de embarcarnos en otra ronda de reformas que, más allá de agravar la situación política y social al agudizar la polarización, puede incluso bloquear los frutos económicos que supuestamente las justifican. También, podrían producir el efecto indeseable de que, al final de la partida, se volviera a echar al niño junto con el agua sucia de la bañera, como se hizo con la primera reforma neoliberal, al teñir por igual a reformas indispensables y promisorias, como la educativa o la de los medios, o la política que podría venir, con las que poco tienen que ver con la agenda del desarrollo económico y social de México, como una reforma fiscal centrada en el IVA o una energética abocada a privatizar la explotación del petróleo.
Quizá haya que insistir en regresar a lo fundamental, para encontrar la argamasa que nos permita trabajar juntos en pos de un progreso social creíble y tangible. Y lo fundamental sigue en el mal empleo y la peor ocupación, el ingreso que no alcanza y la educación que no ilustra ni forma carácter, mucho menos conforma destrezas duraderas. Todo, en un contexto de crecimiento económico del todo insuficiente para encarar el reto primordial del cambio demográfico encarnado en los jóvenes.
De esto y más tiene que encargarse abiertamente el Estado, porque ahí se juega el otro aspecto fundamental de nuestro presente que es la legitimidad de la democracia. Sin ésta, no habrá confianza ni las nuevas expectativas podrán mantenerse.
Volver a lo básico no es regresar a un mercado imaginario, que nunca existió, sino reconocer que lo importante es el factor humano y su situación material e intelectual y que, por lo pronto, no la hemos hecho bien en esos planos. A pesar de lo mucho empeñado y emprendido.
Reconocerlo, sería un buen principio para la reforma que, esa sí, tanto necesitamos: la reforma intelectual y moral de la sociedad y de sus jerarquías en el Estado, la empresa y la cultura. Iniciaríamos un reformismo histórico a la vez que pragmático, como el de Roosevelt y Cárdenas, alejado de la ilusión nefasta y destructiva, distópica, de Reagan y Thatcher.
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