MARCO ANTONIO LANDAVAZO
La intervención de los sacerdotes en la guerra de Independencia fue más compleja de lo que se suele pensar. Las generalizaciones no ayudan a comprender el pasado, por eso en este artículo el autor enfoca el tiempo y las circunstancias de este importantísimo sector que, al igual que la sociedad, se dividió frente a una insurrección comandada por militares, abogados y varios ministros de la Iglesia católica |
La imagen es poderosamente habitual: tras la crisis política de la monarquía española y su infausto desenlace novohispano en la forma de una violenta e ilegal destitución del virrey José de Iturrigaray, el cura de un pueblo perdido del Bajío, inquieto e inteligente, decide junto a sus compañeros de conspiración que no hay más salida que ir a coger gachupines, o sea, sublevarse y hacerse del gobierno. Toca las campanas, arenga a la multitud que se congrega fervorosa en torno a su persona, recorre pueblos, villas y ciudades, difunde un discurso lleno de referencias religiosas y logra en poco tiempo revolucionar medio país.
A su paso, muchos sacerdotes dejan la sotana y el púlpito para coger el fusil y acompañar al cura Miguel Hidalgo en su arriesgada aventura, a la que se unen más y más feligreses. A poco de ser iniciada, la insurrección es acremente condenada e Hidalgo excomulgado, junto a sus seguidores, por el obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo; después de él, prácticamente toda la alta jerarquía eclesiástica lanza furibundas condenas, anatemas, excomuniones y muchos exabruptos.
He ahí, palabras más palabras menos, una de las imágenes más difundidas sobre la independencia: una inmensa rebelión popular liderada por un numeroso grupo de sacerdotes salidos de cientos de parroquias establecidas en la accidentada geografía novohispana, que fue rechazada y atacada por obispos, canónigos y otros altos jefes de la Iglesia, horrorizados ante el insólito espectáculo de una insurrección protagonizada por el bajo clero, al que se le suponía pilar esencial del orden establecido.
A su paso, muchos sacerdotes dejan la sotana y el púlpito para coger el fusil y acompañar al cura Miguel Hidalgo en su arriesgada aventura, a la que se unen más y más feligreses. A poco de ser iniciada, la insurrección es acremente condenada e Hidalgo excomulgado, junto a sus seguidores, por el obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo; después de él, prácticamente toda la alta jerarquía eclesiástica lanza furibundas condenas, anatemas, excomuniones y muchos exabruptos.
He ahí, palabras más palabras menos, una de las imágenes más difundidas sobre la independencia: una inmensa rebelión popular liderada por un numeroso grupo de sacerdotes salidos de cientos de parroquias establecidas en la accidentada geografía novohispana, que fue rechazada y atacada por obispos, canónigos y otros altos jefes de la Iglesia, horrorizados ante el insólito espectáculo de una insurrección protagonizada por el bajo clero, al que se le suponía pilar esencial del orden establecido.
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